del álbum "Amar la garita" (1994)
Now Recio Rocen (cof-cof)/ Ay Me Rozó
¡Che, Simmons! Eh jum(P essoa) traba hard
en Luna Park más y Abel Gordon.
Sal y ala si E.T. hiena wound oca Zion ‘a regla va pisco zas’ par a Hilda bus car,
me pasa bala vid y era vara Perla Vespa chart.
Menú uvita y rupia merman cual mirón
meran tal es sus ‘casi has’ Mimí vete home
pleno a vía Casio himen ponía Pumar.
Bach amamos Melbourne bien La Gota Bar hada
gun ando vos guarda Barack animar.
Y brindan DUA ten tos quema guié vie Branáa da
Ken: los Razzie borde nombra iva moza cool dark.
Querella Celine piaba lavo quita hincada
Y a qué yo enlaguna debe sal y pesar.
sin maquillaje, traje ni peaje / sólo cráneo, espontáneo
o a Ana, manzana?
aunque ahora q pienso, hiedra, vos vivís en las Piedra
igual, Amadeo, no olvido q naciste en Montevideo
.a esta hora esto!
.soy una inspiración all day, vieja
.menos mal!
.menos mal?
es inhumana esta creación constante q me brota.. q menos mal, papá!
.que es siempre, no solo a esta hora
.esto es pa q te vayas con una morisqueta risueña a los brazos de Morfeo, feo
no me digas q escribís desde la ex de Ma Laura?
.aura
exacto, tacto
.q negociún te mandaster, master!
.esta bien si, aunque negocio habia sido con la anterior
.la q te pelaron, Aaron?
.la misma, Isma
.vos no te quedas atrás, fiera…
.para nada, ada
.hada va con hache, mapache
.si quiere puede ir como yo digo, Figo
.leíste la columna q de Varsky te mandé, la?
si nos vieran los de la mojigata dirían q le estamos robando, nando
aunque no, porque es parecido pero no igual… bagual
.si, muy buena, Hiena
.tamos on fire, Maguire
q cagada q tengo q pelarme pal sobre, pobre
si ahora no rimo más es una decepción, monte zion. pero conmigo mismo, sismo… vos no tenés nada que ver, heber
meté alguna si no queda como q hablo solo, manolo
sabés q? mi blog ta medio pobretón. hace pila q no escribo nada. tal cual como está, voy a poner esta charla amena, daley.
me das el visto bueno, moreno?
.dale, pasame el blog luego, abuelo
.dale, pero hay q darle un buen ci R, J..
ta fenómeno este ejercicio intelectual, pero ya estoy harto, lagarto
.andate a la catrera, helguera
.jaaa, excelente, gafas!
besos a los tuyos, cuyo
.igualmente, clemente
.fue un placer esto hacer
nos vemo, emo
.chau, guau guau!!
.uh... el perro y no le erro
.que otro si no, ca!
la luz del Ritmo, mundial
-Te cagaste. No podés olerte el orto así. No pienso darte esto otra vez- sostiene, mirándose una mano.
-No me cagué. Es el faso- aclara, cortando toda posibilidad de una oral simbiosis.
-Es que este faso es una mierda ah aj cof cof...-dándole un empujón a una oral simbiosis.
“…friends like you, who needs friends…” Dirk Calloway, from Rushmore (1998, Anderson)
De lo que sí habría que extrañarse, de lo que estaría obligado uno a extrañarse es de esta ¿diatriba?, si hubiese comenzado así: mi mejor amiga tiene una infinidad de amigos.
La amistosa mujer se gana la vida yendo a clase. Ha olido cuanto establecimiento educativo público exista: facultades, institutos, escuelas, clubes, periféricos, liceos, centros. Para todos ellos –la gente; no las facultades, no los institutos, no las escuelas, me cansé– tiene tiempo. Si no lo tiene, lo fabrica.
Como este metatexto, que si no lo tiene lo fabrica.
Así fue y es que mi mejor amiga, mi mejor, sigue haciéndose de amigos, que a la vez son sus clientes. A sus amigos no les cobra. Dinero. Pero amigos.
Es una profesional envidiable. Cualquiera que la conociese tibiamente pensaría que su trabajo es entrañable, pero no en una acepción simpática o metafórica del concepto, sino en cuanto a que únicamente un lugar tan hondo podía forjar esa especie de vocación, incluso más, que de un lugar tan hondo esa cuasibocasión podía arder y salir.
Vos tocás mi conocimiento sobre ella y es una caldera hirviendo: planifica todas las asistencias en el escritorio que está junto a la heladera, con semanas de anticipación. Escribe mucho. Deja nada librado al azar y según el caso, es capaz de convivir con el cliente, para adoptar su carácter, su forma de hablar, su firma. Su firma, sobre todo.
Ambidiestra, ha practicado la falsificación más de ochocientas veces en unas trescientas veinticinco listas dentro de quinientos cuarenta y ocho habitáculos distintos. Más o menos.
Esto indica que a algunos lugares asistió más de una vez. Lógico: clientes.
La variedad de rúbricas que ha vuelto apócrifas a lo largo de su extensa carrera no tiene nombre, ni número.
Si la cátedra que está recibiendo es de su agrado, si quiere se queda… y hasta el final de la clase, te diría. Claro, siempre y cuando no deba irse carpiendo, ya porque otro cliente ‘la espera’ o porque le han dado la captura y ahora están corriéndola.
Estuvo presa tres veces. Un amigo suyo la sacó una vez. Las otra dos veces también. El mismo. Antes de ser amigo fue cliente. Y después también.
Yo no abrazo el trabajo de mi amiga. Lo que hace me parece solidario y pérfido, malo. Asumir responsabilidades ajenas a cambio de amistad, sin cobrar un peso, sólo puede esperarse de una persona despreciable. Esa es mi mejor amiga.
Pero si a ella le gusta está bien. Es su vocación. Por más que yo tenga ciertas sospechas ciertas se trata de la vocación, esa especie en extinción que no es tal porque no llega a ser... hay que darle para’ delante igual.
No importa si esa vocación promueve la delincuencia, la falta a la verdad y la pereza; si legitima los carriles deshonestos por los que transita y se propaga la sociedad rabona; aunque auspicie una amistad de oropel.
Mi primogénito/primagénita, va a tener plena libertad de mi parte para decidir sobre su futuro. Desde ayer prendo faroles para que no me salga asistente social.
Literatura para niños es lo único que queda. Hacia ella, entonces.
Este relato está dedicado a cientos de niñas, a quién sabe cuántas, que con sus bríos inocentes inspiran obras tiernas como la siguiente…
cuando se tira de la hamaca
o se ata los cordones, cuando llega a la llave de la luz y cruza la calle sola se dice que está pronta. Cualquier pibe como yo lo sabe.
Todo empezó al principio de la relación, que ya culminó. Los motivos o causas del cese será una incógnita para el lector, a menos que la narración de los hechos se precipite, desnudando así el inconcebible desenlace en la mitad del relato, pasando el resto a ser contado no cronológicamente.
La supe -oníricamente- en primavera, con el primer calorcito. Un contundente orín se filtró por mi pantalón cuando fulminado en una silla -cumpleaños de quince- yacía una niña en mi regazo, seguramente depositada por alguna vieja altruista para que durmiese más cómodamente (ella). Borrachín, recuerdo, con dos whiskicitos, pensé, sobriamente, que me había meado (que yo me había meado). La frágil cabellera de la infanta se metía en mi boca y me trajo; esta vez pude contenerme. Apareció un actor de novela brasileña en un paisaje campestre, una licuadora en marcha y todo empezó a mezclarse. En algún momento vi lo negro y ella no estaba más. La había soñado, ya había abierto los ojos y estaba atragantándome con los pelos que quedan en mi almohada.
La conocí -tangiblemente- la misma noche que nos manoseamos. Era un sábado quince, cumpleaños de una amiguita en común, prima por antigüedad y aspirante en ese momento al ingreso en el combo Las Primas. Ella había asistido con su hermana melliza, que no la tocaba ni con treinta y seis de mano y con el dos. Curiosamente, su análoga llevaba puesta una belleza difícil de identificar, tal vez percibida una vez hecha la inevitable e inconciente comparación con su hermana, seguramente injusta.
La abordé seguro de mí, sin reparar en el rostro embobecido que portaba. A punto estuve de impactar contra su humanidad cuando trastabillé con el charco de baba que ya se había formado bajo mis pies. Vuelto en mí, acerqué mi voluptuosa nariz a su cuello y comencé a girarla en derredor, alternando sostenida inhalación y escuetos pero profundos esnifes, lo más próximo a la dermis pero jamás tocándola. La carne fresca despedía libertinaje por los poros, se olía, y la lúbrica actitud denunciaba primeras veces ya experimentadas. Su incapacidad para disimular el cosquilleo en la panza y el pecho expectorante daba claras de que sería su primera vez, nuevamente.
De alguna forma debía mitigar el ignito panorama o se me complicaría. Fue una suerte que en ese momento sonara la música que rompe mis pies, por lo que me fue sencillo improvisar unos pasos que no demandaran contacto físico. Esto me permitió desacelerar la taquicardia y de paso, calmar un poco la calentura que poseía a la borrega.
Con Shine your light on me de fondo, fuimos al fondo del salón para entre sillas que no guardaban un criterio de agrupamiento, charlar un rato y aflojar las pantorrillas, luego de tanto cachengue. No recuerdo un solo tema tocado y ni un solo tema tocado por la banda de covers contratada para la ocasión. Sí que terminó la canción y con ella la fiesta, abruptamente.
Ahí acabó todo. Nunca más la vi.
Sé que para ella no fue fácil. No lo es iniciarse con vetustos, menos con uno como yo. Hoy a mí se me hace dificilísimo. Hace un par de semanas sueño con impúberes recién bañadas hamacándose en plazas, que ante el llamado de sus madres bajo una lluvia dorada se lanzan con inconciencia a cruzar la calle desestimando cordones desatados, y que en el medio del asfalto tropiezan cuando dos ómnibus de frente hacen cambio de luces, saludo inmemorial.
Yo estaría con mujeres de mi edad, encantado, pero no hay. Ni soñar con ellas puedo.
Voy para los 84 y estoy hecho un pibe, de vasta experiencia y fácil pichí.
Hace un par de semanas sueño con dos impúberes en una cama de dos plazas; yo voy al medio.
Ellas sueñan cosas propias de su edad y patalean. Yo no tomo pastillas.
Prontos en el lecho, una ya está pronta y la otra pronta, para apagar la luz y hacer no, no.
57
Aménaza Pierre tasa médica Katrina - Labio Chan Charulo, basado en la obra de Germán Hughes
Remolca vientres pequé mal hiriente
Veré nona amena Moe Hedo Barán
Rimo cal y ente peloso verano
Denis ha Emma dolo bien C.O.D.E.T sur
Córrete córrete córrete abuela
Válete válete va leite Eva
Córrete córrete córrete abuela
Válete válete va leite Eva
Canadá corteje embutida
Solo bote ten es Edwin Mark
Aménaza Pierre tasa médica Katrina
Old Vidal! Pues when all be dark
¡Locución!
¡Pre-Ser Bar!
¡Pray as you can!
¡Extremaunción!
Es crema la plaza
Martita o al tanza
Sequé reclamala
Perú he de elevar
De Pierre, Tavo y Gen
Gris pon dato fijen
Aménaza Pierre ta’ que Elsa vio llaman
Canadá corteje embutida
Solo bote ten es Edwin Mark
Aménaza Pierre tasa médica Katrina
Old Vidal! Pues when all be dark
¡Locución!
¡Pre-Ser Bar!
¡Voto sí!
¡Extremaunción!
Gasa Badell burg guyano cantan free ah!
Lavalle calibre a travel Vilmar
Amenaza Pierre tasa médica Katrina
Fe breve loro, febril aplaca
Elmer aspaviento velas hambre y me las arrima
Elsa, pan y codo (Turca Vila) - Abril Fernando Fabio Capello
Uh! hiato Marlboros
O trotando pana convidar
Hiel gemido peco Robespierre
Nick añoras o SUN hipo Marx
Y quepo capó bote buitre siendo
Pipoca pocote huís creciendo de lustro lucrar
Essien también Enzo
Essien tan bien el pool
Essien Lavié Zelmar
Essien Camien serbio
Sesenta miel vestir mire Sir creete huí meciendo a ver otro lunar
¿Qué loca ha asado con tuco masón?
Llano abarca vaso té Marta a Batlle
Nuca viste liebre ilesa Larra’s song
Siembra you mi gota parangón vencer
Al plato bala broche común hoy es cow
Abrazo ve divina como tupa bah
Localidad agotando Paramos
Localidad agotando Paramos
Localidad agotando Paramos
Localidad agotando Paramos
el sabor que deja el comentario, parte (a quién le importa qué parte)
En algún momento, este blog contó con la franquicia de un post recurrente a intervalos arbitrarios llamado el sabor que deja el comentario. Mis asiduos y más conspicuos lectores habrían notado que esta saga, de un momento para otro, desapareció, o, haciendo referencia al nombre que adoptaron sus entregas, dejó de parir partes.
Recordemos la (razón + consecuencia) fundacional de este corpus crítico: motivación por responder a un comentario + posterior concreción (no escribo sobre mí; mis comentarios no son pasibles de ser comentados por mí). De allí en más, todas y sólo todas las partes de la saga siguieron la misma línea.
El desasosiego y la culpa habrían invadido a aquellos lectores una vez que hubiesen verificado que sus comentarios por pobres, anacrónicos u obsecuentes, no merecían mi atención. También habría sido cierto que la invasión de aquellos sentimientos en las mentes más lúcidas fue rápidamente desalojada por el convencimiento de que mi narrativa era incapaz de crearles algún tipo de inquietud, o una simple molestia que al menos les despertase el deseo de comentarme, y que nada tenían que ver ellos con el parate del parto. Qué decir de cuando descubrieron que ya no sólo era incapaz sino que definitivamente no era.
Luego de que me inicié en la apertura de mis pensamientos a quien estuviera dispuesto a leerlos -esto es, escribir-, experimenté una primera etapa de prolífera producción. Pero el entusiasmo fue menguando inexorablemente y junto a él las ideas sobre las cuales narrar. Esto no me preocupaba demasiado; me consideraba un simple aficionado.
Fue por eso días que comencé a pensar si alguna vez podría dejar de serlo, si ser definitivamente un escritor era una opción viable para mi devenir. Estaba a gusto con mi incipiente producción y más allá de que mis lectores congeniaban en resultados dispares, mi objetivo de no serles indiferente quedaba saldado.
Pero dejé de escribir. Seguro fue algún día.
El rol de estudiante, de trabajador, de novio, de pseudo deportista, sumado a mi inconstancia y cierta abulia conspiraban contra la faceta letrada que al fin había dado con. Porque como cualquier otro trabajo, si uno quiere dedicarse realmente tiene que hacer sacrificios y por lo tanto debe sufrir.
Decidí ser un aficionado perpetuo; escribiría cuando se me antojase, sin presiones, sin sufrimiento, con mucho sacrificio. Pero me di cuenta de que no era mi voluntad la que abdicaba al sentir muy latente e inequívoca la necesidad de escribir; no era otra que la carencia circunstancial y cuando no absoluta de ideas lo que realmente no me lo permitía. Yo quería escribir, pero no sabía qué, ni de qué ni sobre qué.
Este blog tuvo la suerte (o el mérito) de lograr que ciertos comentaristas tomaran con responsabilidad y seriedad mi petición aquella de los comienzos, y me conmovieran de tal forma que hasta cierta admiración llegué a sentir por ellos.
Sólo uno supo o pudo desvelarme, mantenerme inquieto e impaciente, hacer que optara por pensar como cirujano en la respuesta que le iba a entregar a él y a todos los lectores en desmedro de las clases de facultad. Su prosa a veces resultaba entreverada, pero era visceral y revelante. Esto no me provocaba más que adoración, a él, a su forma de distribuir las palabras, a la escritura en sí y a lo que yo escribía.
Este ser, que dejaba que nos enterásemos del apellido de su madre –su nombre era masculino mitad hispánico mitad sajón, pero me es imposible afirmar que fuese un hombre-, una vez escribió sobre mí: “el hombre no logra transcribir las perturbadoras imágenes que acosan su mente. No logra resquebrajar la fría piedra que cubre el túmulo que es su corazón”.
¡Quién sabrá por qué, de buenas a primera, este espíritu no dejó un solo comentario más! Tengo la firme sospecha de que decidió aprovechar el tiempo y hacer de él algo productivo. No tenía razón este señor (se hacía llamar Sr.), pero casi.
Un rubio poder que no sólo es un tegobi hoy cree que está faltando algo que alguna vez, en otro tiempo, hubo; que eso se agotó, y que porque está convencido de que pese a lo anterior algo se viene, saboreando un ponche a base de licuado de limado de banana bajo el techo de una hamaca se sentará a esperarlo.
Quizás jamás hubo algo de eso, porque quizás la inspiración no existe. En ese caso, el Sr. Garciandreid Phil & Bert habría tenido más que casi.
también. conocido. como
Nueve meses pasaron de la vez que me pregunté qué sería de mí dentro de nueve meses. Si conseguiría trabajo nuevamente. Cuál. Cómo.
Aprobé todo a lo que fui sometido. Fueron dos pruebas. Probé con la boca y con los ojos. Un logro inédito para mí sortear dos pruebas consecutivas.
En definitiva, conseguí trabajo.
Mucho horario, poca lagaña, si apenas podés calentártela con Soy Una Novedad sentite un elegido. Algo de rutina pero no muy distinto a lo que se hace cuando se es tres trimes tres desempleado.
Otra vez la hiperconcentración, una potencial atracción y demasiada presión.
Bestiario camino disfrazado de vía, jerarquía, los quías de arriba que son copados y hablan como vos y escupen como vos en plena área de trabajo y fiolan el doble que vos y yo juntos. Estoy viendo la lasagna tomando ondas del micro, aparatito (micro) que si se calienta puede darte patadas con saña y para vos, devolverle tres es una hazaña.
Se me va el gargajo, se me viene trabajo y la rima boba.
Se me va la producción aleatoria, se me viene un shuffle mujer a hombre.
Se me va la pasión, se me viene la marcación y dinero.
Se me va el tiempo, se me viene el estado del tiempo.
Se me va lo prolífero, se me viene lo muy ocasional.
Drácula con tacones
Por la vagina / por la boca / por los ojos
Ahora ya no llora / Preso en mi ciudad estaré
Casi ya no llora / Casi preso en el Libertad
Practicamos en la plaza de Libertad / un test de Cooper fue lo primero que hicimos
Ni a palos salimos campeón / Recuerdo cuando se lo hice por los ojos
Ahora ya no llora / aquel golero que por los ojos se comió el go o ol
Casi ya no llora / al final perdió el Libertad
tres quince
Luisa, la hermana de Socorro. Se le pidió que pusiera énfasis en la nariz. Ni así.
Los pinchazos, los rasguñazos, las partes que faltan, el escuadrazo; con eso no tuvo problemas, Luisita. Es más, salvó con creces.
Héctor, carpintero fue y una cruza de carpincho con tero lo fue, o casi.
Pasó una tarde lluviosa como la de hoy.
No como la de ayer, que también fue lluviosa pero pasó un cobrador ayer.
Yo no estaba en el taller cuando el viejo de la esquina vio que llegaba el carpinchero. Sí estaba cuando pasó el cobrador.
No tuve la suerte de ver lo ocurrido en mi carpintería. Lo sé, igual. Dijeron que el viejo de la esquina quedó aterrado después de cruzar vista con aquellos ojos, llenos de furia y negros los ojos.
Había Héctor recién llegado de la ferretería con cosas que nunca en lugares que siempre. Fue por antibióticos. La dueña lo miró a los ojos.
Aspecto laboral. Siempre me preocupé por las fronteras de nuestro establecimiento comercial. Hace un tiempo vengo denunciando las falencias arquitectónicas de aún hoy, mi ex nuestro techo. Muchas veces dije que Hay que arreglar el que más sino puede llegar a ser peor.
Yo no debía meterme en esas cosas.
La cruza de carpincho con tero (de carpincho sólo tenía el pelo) sobrevoló el taller un buen tiempo. Las gotas gordas, gordas de peso welter, no lograron que la fiera se quedase en su casa, no pudieron detenerlo. Ni aunque hubiesen querido esas gotas hubiesen podido.
Héctor volvió, paraguas en mano derecha y en la izquierda nada. No tiene mano izquierda. En esto tampoco debo meterme. Ahí mismo, la cruza de carpincho con tero parada en el techo, justo en el lugar más antiguo de la chapa, en el más raído, el más ácido, el más picado, el que más. Muchas veces dije Hay que arreglar con el que tiene más, puede llegar a ser mejor.
En este caso fue lo peor, sobre lo que yo alerté intensamente.
El bicho, hasta el momento que Létor trancó la puerta de la carpintería y se adentró, había ejecutado trescientos setenta y nueve picotazos sobre la chapa, que cedió en el segundo picotazo. Al bicho no le importó. Estaba un bicho muy caliente.
Vomitaba bronca el pajarraco y picaba. Picaba rápido, sacándose la rabia que lo poseía, que no lo dejaba volar relajado, que no lo dejaba.
Pese a eso,
La cruza, que es un carpinchero fijó el destino de su viaje ni bien fijó la vista sobre la figura escuálida de Héctor, algo que le costó. Y se filtró.
Con alas remangadas y vuelo belicoso fue expreso contra aquel humano, directo a mi socio fue eso.
Trascendió luego que el pajarraco había tenido una fuerte discusión con su carpincha por culpa de su tera.
Con unos filosos y puntiagudos pinchos desprendió tejido epitelial de Héctor, en la primera embestida. Ahí nomás sintió alivio el bicho. Pero no tanto.
Elétor mantenía fresca la mirada de la ferretera, esa que tanto había buscado y que hasta hoy (ayer) había sido esquiva. No entendía lo que pasaba. Por qué ese bicho había interrumpido su remembranza; qué hacía un bicho como aquel en su taller; por qué su piel era de manteca, que no aguantaba un rasguño de aquel bicho; cómo había hecho el bicho para entrarcho. Seguro, si Héctor había trancado la puerta... Nunca pensó en el techo.
En un momento, el ambiguo estaba arreglándose para atacar nuevamente cuando. Héctor estornudó, en su ¿cara? Los ojos rabiosos quedaron empapados como si nada, su furia se aguó. Se alejó. Y volvió. Con la furia seca, nuevamente.
Étor aventuró gravedad en lo que podía venirse, leve. Su sentido del discernimiento suele no estar agudo en situaciones extremas, pero de todas maneras sabía que debía hacer algo rápido.
Tomó el paraguas que había dejado sobre el escritorio. Las gotas se vigorizaban afuera, tornando una lluvia chauchona en implacable.
El carpinchero, enfurecidísimo, aterrizó sobre el mueble de madera, ubicado al medio del taller. Desde el escritorio lanzó unas patadas a Héctor que no impactaron. El hombre respondió con unos paraguazos más teatrales que el nado sincronizado, que la fiera supo eludir con un notable movimiento de cintura. Era un pajarraco elegante.
Frente a frente, el bicho fue más rápido para intimidar. Abrió el pico, en todo su esplendor.
Un filoso y punti agudo graznido retumbó en la carpintería. El sonido llegó hasta la casa del viejo de la esquina. El aliento fétido y caliente del animal fue una caricia al lado del estruendo.
Héctor cayó. Perdió el paraguas. Se le reventó un tímpano.
Al terocarpi no le importó que su esfuerzo al graznar provocase un traumatismo de mandíbula suya. Ahora tenía otra voz. Le gustaba. Porque aparte del cólera residual - la traición deja algo residual- era una voz no dulce. Más que su cabellera, esa pelambre de pinchos le gustaba su voz nueva. Y graznó y graznó.
Momento monótono en la acción, el bicho graznaba. Lo hacía perpetuamente, alternando graznidos agudos y graves e intermedios. Estaba enrachado. Y poseído, el chobi.
Héctor sufrió desgarros de todos los colores en su oído que en ese momento ileso. La sangre emanaba con abundante materia, caía desde el hombro y al deslizarse por el hombro teñía la manga del uniforme de trabajo en un violeta rojizo.
Así y todo, mi socio logró controlar la situación, al menos durante algunos pasajes de la contienda. Algo que no le sirvió de mucho viendo cómo terminó. Él será feliz si se cuenta que en algún momento lo tuvo controlado.
El final fue para haberlo visto.
Malheridos ambos pero Létor más, nuevamente encarados, el animal agazapado en la tierra húmeda, descalzo, el hombre flaco.
Miraban de reojo a los costados por si alguien entraba, atentos a un posible timbre, atentos más a lo externo que tratando de idear un ataque letal.
El bicho viró.
Trascendió después del primer trascendido que su bicha le pasó por la cabeza en el instante del vire.
El híbrido traicionado por un amor, clavó una filosa mirada sobre el carpintero, de frente, no de reojo. Esa fue la acción que reflejó el pensamiento del animal, el vire.
Héctor captó la mirada. Y si usted se llama Héctor captó el chiste del vire; no precisaba mi aclaración.
No le gustó esos ojos a Létor. Darse cuenta que responder a esa mirada era caer en alas del bicho lo perturbó. Sintió envidia por el animal. Él tenía un plan y dos tímpanos.
Sin tiempo para pensar, Étor lo imitó. Su pose, su furia, no la mirada. La mirada de Héctor tenía menos filo que una expresión con sentido veraz y literal. De todas formas lo miró. Se puso a mirarlo.
Los dos se miraban. Los dos aguantaban. Ninguno pestañeaba. Eran miradas seductoras. Creyó mi socio en un momento, gustarle más esa mirada que la de la ferretera. Eso no le gustó. Y recordó.
Llevaba un lápiz carpintero en el bolsillo trasero del overol que yo había aguzado la semana pasada. Que el bolsillo tuviese cremallera hacía más difícil el asimiento del útil escolar, seguro fue lo primero que pensó Héctor. Yo le digo que sin ella, el lápiz se hubiese despatarrado en cualquiera de sus aparatosas caídas contando a partir de la segunda de la primera mitad del conjunto de aparatosas caídas.
El ave mamífera no abdicaba en su mirar. Los ojos iban inyectándosele a la par de su concentración, tomando furia nueva que hacía a los párpados desaparecer, cediendo ante un globo con venitas y venotas.
Imprevistamente, Héctor desvió su mirada. No estaba en sus cálculos la aparición de una basurita, le picaba, actuó sin planearlo. Él no tenía un plan.
El bicho siguió la mirada détor, es que desbordaba su atención prestada. Era una cruza de carpincho con tero, bravísimo pero pichón.
Mientras Héctor miraba hacia ningún lado y el bicho con él -ya habiendo mi socio asumido como favorable lo fortuito e involuntario-, sigilosamente abrió la cremallera y agarró el lápiz de él, que no era suyo sino carpintero.
El pinchudo se volvió y reconoció la treta. Tarde, piscuí.
Elétor mantenía su mano escondida, esperando el momento justo para atacar, siempre haciéndose el vista perdida, afirmando toda su mano sobre la madera.
Volvió los ojos sobre el bicho. Y el bicho con él.
Apuntó al círculo negro. Su vista apuntó. Supo exactamente dónde encajaría el útil escolar y que exactamente tres segundos contaría para luego atacar. Pasado el tercer segundo descubrió su mano y disparó, veloz, sin soltar el arma con excelsa puntería.
La punta del lápiz carpintero se hundió en medio del ojo derecho del animal. Fue un tiro cruzado digno. El bicho emitió un grito ensordecedor, pero distinto a los anteriores. Para Héctor fue un susurro. Cuando la punta chocó contra el fondo de la cavidad ocular, Héctor comenzó a retorcer el lápiz, primero rápido, más lento luego, y con ambas manos después. La materia del globo ocular tapaba la madera y los dedos del carpintero. El animal saludó con las alas, tambaleó, guiñó el ojo bueno y cayó en el piso húmedo, pico arriba, lápiz carpintero perpendicular al piso y paralelo al pico.
El comerciante se alejó del animal. Extenuado se recostó contra una pared a descansar y desde allí contempló su obra. Recorrió el lugar con la mirada y vio el estado lamentable del techo. No recordó mis palabras; no se recuerda lo que no se escucha.
Viendo el estado del chobi y considerando que para afrontar la etapa recesiva que vivía la carpintería la austeridad era clave, Héctor se arrimó nuevamente al púgil animal para retirarle el lápiz del ojo.
Ciego de dolor, el terocarpi no divisaba el utensilio escolar mas lo sufría un disparate. Se lo sacó. Justo antes que lo hiciera Héctor. Y después se paró. Y Héctor se cagó, se le aflojaron las piernas y cayó.
La vehemencia del embate del bicho, aparte de inverosímil, logró el desprendimiento definitivo de su ojo malherido. Volaba el ojo, directo al pecho de Létor y la sangre caía como de una canilla, de lo más profundo de la cavidad. Se confundían fragmentos de cristalino con partículas de globo astilladas, se veía el abismo en el ojo que ya no había.
Héctor paró el ojo con el pecho, y sus manos apoyadas en el suelo. Pensó ensayar una acrobacia e impactar el ojo con una elegante volea, pero carecía de fuerzas. Ni una fuerza tenía. Prefirió disfrutar la caída del animal a sus pies, ver ese agujero perfecto con goteras y desprenderle un par de pinchos que legitimasen su triunfo.
Mi socio dejó el lugar. Abierto. Con la llave puesta. Salió sin rumbo quitándose cachos de piel, aturdido todavía, con la mirada de la bestia peluda cayendo para siempre a los tumbos en su mente. A medida que caminaba, esa mirada se sustituía por la de la ferretera.
Cruzó con la roja tres veces, convencido de su inmortalidad. Llevaba los cordones desatados y una sonrisa en la cara. La lluvia había amainado.
Caminaba Elétor por el pasto, por una vereda angosta cuando tropezó con una escuadra. Trastabilló, cayó y se la clavó en el estómago. Se levantó y siguió. Era una escuadrita.
A las dos cuadras caminaba por la misma vereda, ya no de gramilla sino de cemento. Una escuadra de rugby en rabiosa pretemporada venía directo hacia él. Diecisiete. Chocó con un full back. Lo tumbó, el full back.
El golpe contra las baldosas le partió el hombro izquierdo en tres pedazos.
Héctor murió de un resfrío que lo aquejaba, no hay dudas de eso ahora que veo esto, desparramado en frías baldosas bajo la llovizna.
Ayer pasó el cobrador del servicio fúnebre por el taller. Héctor no estaba. Yo sí. No te hagas problema, paso la semana que viene, me dijo el cobrador.
Yo tenía unos billetes, así que pagué la cuota. En eso sí debía meterme. Después me fui.
Pensé que hoy iba a venir más gente. Héctor era un tipo popular.
De ninguna manera merecía la incuria de Luisa. Cómo ese naso pudo mantener el mismo color durante todo este relato, tres quince.
algunas boludeces que suscribo
Escribir es meramente contar o reproducir un hecho. Es eso, y también es no hacer eso. A veces escribir es no mostrar, es omitir decir algo, es ir en el sentido contrario al que parece que uno va. El escritor tiene un ojo puesto en la realidad y otro en lo que está escribiendo, y su propio discurso, su propio texto forma parte de lo que está queriendo decir o de lo que está queriendo no decir. El hecho de nombrar a un perro cuando uno quiere hacer aparecer un perro en un cuento es una ingenuidad
Esta intención abarcativa era vista cuando yo era chico, especialmente por mis tías, como una actitud frívola. Se pensaba en aquellos años que lo verdaderamente serio no podía ser nunca interdisciplinario, que lo serio era dedicarse a una sola actividad de un modo exhaustivo. Una de las características más felices de la posmodernidad es quizá esta necesidad de conexión entre las disciplinas y particularmente las artísticas
El Estado debe hacerse cargo de todas las áreas que no les interesan a los mercaderes, de modo que la complejidad, la inteligencia, la heterodoxia, la experimentación, la reflexión, etc., deben tener un espacio sin fines comerciales y con sentido benéfico. Los canales del Estado no hacen eso
Nuestro destino es tan poco relevante que después de todo no tiene mucho sentido decir que es preferible ser uno que otro, es decir, vistas nuestras conductas a la distancia, son tan iguales y tan irrelevantes como a nosotros nos parecen las conductas de los insectos. Por otro lado, no hay tiempo de ser nadie, hay básicamente sustituciones: un hombre que parece ser irreemplazable resulta reemplazado, alguien vuelve a su casa después de treinta años y se equivoca de casa y nadie le dice nada, dos personas combinan una cita amorosa a través de una pared y a la cita concurre otra persona. Y así. Estos amargos ejemplos nos producen la idea de que, finalmente, da lo mismo ser una persona que otra
En algún momento el artista recibe ideas que vienen desde afuera, que no provienen de su inconsciente ni del fondo de su mente ni de su memoria, ni de su erudición, ni tampoco de la influencia de otros escritores y poetas que ha leído; estas ideas vienen del exterior
Terminé por admitir que sólo dos musas operan ciertamente. La mujer que uno ama es siempre de algún modo la musa, secreta, individual, intransferible, uno reconoce en ella su propio canto y encuentra una fuerza exterior que a veces dicta; la otra es la muerte, porque qué otra cosa que nuestra finitud nos obliga a escribir. Una raza de inmortales probablemente no escribiría porque no tendría necesidad de hacerlo. Escribir es relacionarse con lo que no es, con lo que no será, con lo que no alcanza, con lo que falta. La muerte tira de nosotros con la misma fuerza con que tira el amor. Son dos musas que tienen forma femenina. Tres formas, la musa también
Hay algo patológico en el ejercicio de una exposición permanente
El lenguaje se ha empobrecido. No digo esto en nombre de una pureza idiomática sino más bien de una riqueza de la expresión, de una facilidad para transmitir las ideas propias, un relieve de lo que uno cuenta, solvencia para comunicar, lo cual no quiere decir academicismo. Esto se ha perdido y tiene mucho que ver -como en casi todas nuestras desgracias- la intervención mediática, con un lenguaje de relator de fútbol que se postula como ejemplo a las generaciones futuras. Por otra parte existe una pereza que reduce al mínimo la cantidad de palabras que se usan, que impide la correcta pronunciación a favor de un aflojamiento de los músculos faciales y cuya tonicidad parece requerir un esfuerzo superlativo que las nuevas generaciones no alcanzan a hacer. Hay un lenguaje de boca abierta de nula inflexión
Buscar y descubrir problemas en donde no los hay es propio de las mentes más evolucionadas. Los artistas, los filósofos, los escritores, las mentes lúcidas y brillantes tienen más problemas que soluciones. Y al revés, hay gente que tiene demasiadas soluciones incluso donde no hay problemas. Prefiero a la gente problemática
Vivo un proceso trágico, pero la tragedia está en mi propia incompetencia, en mi propia dificultad para arribar a un buen destino artístico; soy un refutador de leyendas cuando escribo, yo no escribo con el corazón, calculo cada palabra, la mido, la estudio, entiendo que hay un rigor de escalas que para mí es decisivo. No es que escriba fríamente, sólo hay una sabiduría de la escritura como la hay de la interpretación musical que es rigurosa y no permite chambonadas. Cuando un chambón trata de escribir con el corazón los resultados son malos
de los creadores de "Zu Duleche", "Más vale dame más que cien volando" y su precuela, "Más Vale (dame más)"
Vuelven los hermanos malditos de Prado, Massachussets, con las mismas historias que nunca habían contado. No son los hermanos Coen, ni los Marx, ni los van der Kerkoff, mucho menos los Farrelly o los Wright o los Grimberg, ni qué hablar de los hermanos Warner, Mario o Baldwin.
Pero no crean que son los hermanos Maricarmen Cuchi Seelva Cuchi K-lvie y Nicalvilás Higeene Selva. Simplemente, los creadores de Zu Duleche, Más vale dame más que cien volando y su precuela, Más Vale (dame más).
El arranque no fue auspicioso. Si esto quisiera editarse algún día, el arranque no fue auspicioso me parece una buena oración para el empiece, una forma auspiciosa. En cambio, sería excelente que cerrase la obra.
Si esto quisiera editarse algún día, sería un equívoco que la tercera oración comience con en cambio, y que próximo a eso no esté escrito algo exactamente distinto, que justifique ese en cambio. ¿Por qué sería una mala opción?
Hacerse preguntas y respondérselas es técnica del robo, es escribir como se habla y nunca, jamás nunca debe escribirse como hablarse. Me parece un camino erróneo que mermaría el auspicio del comienzo. Esa es la respuesta.
Indicar cuál es la respuesta de cada pregunta que me (nos) haga, va a ser la tónica de mi vida, y especialmente de mi prosa. Es que soy una persona frágil y vanidosa. De hecho, quedo echo pedazos si el que me lee no entiende lo que lee, por eso explico todo. Me encanta darle todo bien digeridito a mi público. Los considero bastante menos que yo, a todos, pero especialmente a mi público. Yo no me debo a él. Yo me debo a mi púbico.
Nada de ambigüedades al principio lady, supongo es un axioma del buen manual del escritor, o del manual del buen escritor, o del escritor manualmente bueno.
María Norma, el humor, Cortázar, fútbol, José Pepe, el hombre que sufre por una cagadita que se mandó cuando guacho pero un grano de arena y una roca en el agua se hunden igual, todo entreverado, incoherente, incoherente en una primerísima vichada. ¿Dialogar con Cortázar?: siempre supe que sos bastante trastornadita. La verdad, no había entendido mucho.
El vómito de citas y alegorías y confesiones y cursivaycomillas y descripción y revulsión me había dejado embarullado, confuso y trastornado y caliente y desilusionado y sin saber qué responder, porque claro, hay que responder. Debía hacerlo.
Pero para responder como es debido tenía primero que entender lo que había leído. Así que leí de vuelta.
Y esta vez fue distinto. La cosa había cambiado. Entonces sí, ni bien terminé, me puse a leerlo otra vez. Más tranquilo. Seguro de mí, porque sabía que la cosa había cambiado. Fui viendo, yendo a veces para atrás, releyendo. Me llevó el doble de tiempo que la primera vez, pero sirvió. Al fin me quedó.
Una duda inmensa, así que lo leí otra vez. Y otra. Y otras dos. Cuando terminé la última, me distendí y sonreí. Qué hija de puta. Para reconocer la brillantez y disfrutar, nuevamente lo leí, por antepenúltima vez.
Terminé cansado. Era tarde, fui a dormirme. Al otro día lo leí dos veces. Y entonces me quedó clarísimo. Debía leerlo una vez más para sacarme las dudas. Lo hice.
Cuando al fin terminé, mis pensamientos se despejaron y escaparon como por una claraboya abierta. Tu obra es sin igual y sinigual.
No hay párrafo susceptible de tirarse a la letrina. Es desagradablemente redundante ver entrecomillados de palabras en K (cursiva) (ka) (cursiva). Mija, o es cursiva o es comillas.
No hay párrafo que no diga nada. Hasta el más clisero y último logra su efecto. Esto, si el lector es capaz de abstraerse de la grasa y primitivismo de esas palabras y a la vez ensoga ese párrafo con por ejemplo, el párrafo inmediato anterior escrito con la misma tipografía. Si lo logra, podrá identficar links excelsos, finas sutilezas, delicias de balanza como el ejemplo de poner de un lado un caño autopase al borde del área que te deje de cara al arco, ponerse nervioso luego y picarla, que pegue en el travesaño y se vaya; y del otro lado, un gol en la hora con la nuca. Como exigiste, yo incliné la balanza. No hace falta decir para dónde.
La acumulación de signos de exclamación es más asqueante que la suma cursiva-comillas, pero mucho menos que (risas). El título es un homenaje al no.
el tiempo muerto
Mira de lleno un fuego que le quema los iris. La embriaguez y el sentido de la responsabilidad lo invaden a la vez. Nada bien le haría ese solazo a su condición de fotosensible.
La ocasión lo cautiva por reveladora. El tiempo que consume, nimio, no es congruente con el resultado que brinda.
La rutina que le tocó interpretar, esas tareas bien importantes que debe cumplir, asociadas a un comportamiento que no debe distorsionar nunca esquiva el pensamiento preestablecido, consuetudinario, afín.
Escudriña. Se inmiscuye en sí mismo. Como un cirujano pone atención en cuestiones exactas y como un buen cirujano no va a errarle.
Lo que los que lo conocen desconocen de él llega, lento. Se sorprende, le gusta. Y maldice. En un rato no lo recordará. Piensa en anotarlo. Ya lo olvidó.
¿Enriquecerá su vocabulario hasta el último de sus días? ¿Ladeará de una vez la reflexión llana, somera? ¿Podrá reflexionar nuevamente? Sus inquietudes no se emparientan con las de sus amigos. Ni tangentes son.
Tose. Con desgano, ya. No le importa que el ganglio deviniera en tumor y no repara en el punzante dolor cada vez que pestañea. Nada lo preocupa. Mucho le preocupa.
Ríe. No lo hace solo aunque esté solo. Se desdobla en la complicidad, reconoce su incompatibilidad y se ríen, él con él.
Quisiera transmitir todo esto, pero sospecha de un intercambio desparejo. El lugar común estigmatiza de manera cobarde, coarta cualquier pensamiento ambicioso. Una vez incorporado, la balanza del intercambio jamás podrá estar equilibrada.
Escupe. Siempre gargajos fornidos. Es el equipaje del que debe desprenderse para lograr un buen aterrizaje, para quedar como nuevo. Coloca cada cosa en su lugar, ordena el desorden y compara los tiempos. No entiende.
No entender le fascina. A veces, un tiempito, un cortito, puede albergar contenido contenido. Usa el tiempo muerto. Es eso. Sonríe.
Y comprende sí.
copiar y pegar
La liga empieza dentro de un mes. A esa altura, era inútil lamentarse por el pobre desempeño realizado durante todo el año pasado, o apesadumbrarse por las trece oportunidades desperdiciadas. Si no salvaba este examen podía irme despidiendo, que no pisaría más una cancha de fútbol. Al menos con botines. Con tapones. De aluminio.
Me quedé repasando hasta tarde. Tomé unos cafés y almorcé. No había podido dormir la noche anterior (Última Oportunidad). Cuando liquidé la última bolilla, pensé conveniente para mi rendimiento que durmiese una siesta. Cortita.
No pude dormir. Estaba tensionado y contracturado. Nervioso y ansioso. Me bajé una mano y pude. La cátedra trata temas potables.
Ni complejos ni estupideces; algo no muy exigente. El examen se aprueba a probando el 80 % de los puntos. Formato: tema, sub tema y tres ternas de preguntas. Eso me parece bastante exigente.
Si caés en redundancia, si cometés una maldita y única redundancia, no te pasa nada. Está todo bien con las redun. Llegué en hora a la facultad, como siempre.
Me bajé último del bondi, como siempre.
Como nunca, me tocó uno de los salones más grandes de la facultad. Eso estaba bien.
Un flaco llamó a mi nombre empezando por mi apellido. Le entregué la cédula y entré.
Dentro, estaba el entregahojas.
Las tareas de un entregahojas son: entregar hojas, de la especie hoja de examen y de la especie letra de examen, indicar dónde sentarse, indicar dónde no sentarse, auxiliar y mirar. No sé quién le puso entregahojas.
Yo lo hubiese apodado mirón, o botón, o alcahuete o entregahojas.
Miré en general. El salón era inmenso, con el techo allá, bien arriba. Rápido, conté siete filas de asientos.
Se me indicó la cuarta fila empezando por la de las ventanas. Ahí me dijo el entregahojas, levantando las cejas. Cuarta fila, seis bancos detrás del primero.
Al igual que la dimensión del salón, aquella ubicación también estaba bien. Caminé entonces.
Fila 4, empezando por la de las ventanas, que era la misma si se contaba a partir de la fila que daba a la puerta del salón. No puede decirse que me tocó la fila del medio.
Caminaba despacio. Iba contemplando las caras de quienes rendirían junto a mí, mirando a izquierda y a derecha.
Suelo mirar a la gente a la cara, en la calle, en los exámenes. Me senté.
A mi derecha, una mujer bastante veterana parada, miraba impávida para afuera. No la había visto antes. Llevaba unos lentes baqueteados que se sostenían con una cadena plateada. Su pelo era enmarañado y voluminoso, morocho. En un momento se sentó, cruzó las piernas y a partir de allí, nunca más cambiaría de posición.
Del otro lado, un tipo que yo conocía. Habíamos cursado juntos la materia los lunes y miércoles, en horario vespertino. Los dos faltábamos poco.
Adelante, pelo tapándome la visión. Más tarde me enteraría que era un hombre de pelo largo.
Atrás, una bestia morochísima de ojos fulminantes que se partía como hachazo de escarbadientes. Llevaba chancletas y un lunar. Yo giraba el torso y cuello a la vez para verla. Por suerte esos ojos nunca me interceptaron. Eran fulminantes.
Lo tenía bien junado al tipo que estaba a mi izquierda. No me caía bien. Nunca crucé palabra con él. No me caía bien.
Alto, rubio, el pelo que no tenía eclipsaba y el corte de pelo que tenía se confundía con la barba que no tenía. La tez le brillaba de tan afeitada.
Cuando aparecieron los primeros calores noté que trabajaba su cuerpo. Eran impresionantes la espalda, su arsenal de musculosas, los tríceps, el andar erguido en un ángulo que hubiese apostado, lo habría calculado con escuadra.
A veces intervenía en clase con preguntas no muy brillantes. Quería figurar. Tal vez por eso no me caía en gracia.
El entregahojas llegó a mi fila. Le entregó el fajo al primero para que apartara su hoja y pasara hacia atrás. Observé hacia mi izquierda queriendo captar las reacciones de los que ya habían recibido la letra de examen. Considero esa información valiosa.
Un flaco de bermudas se paró y se fue; otro se rió; una pelirroja miró al techo como queriendo recordar; una muchacha agradable se sacó los mocos y los hizo pelotita.
El peludo de adelante dejó deslizar las hojas por su pelo lacio. Logré agarrarlas justo antes que cayeran al suelo. Separé la mía y pasé para atrás. Pedí para ir al baño. El entregahojas me lo prohibió.
Empecé a leer la letra, por el final, como nunca lo había hecho. Este era otro examen.
La última terna era una chotada. Creí que por eso, de los 100 puntos totales valía 5. Los catedráticos no sobresalen por su originalidad: la norma es -históricamente lo fue, cualquiera sea la materia- asignar el puntaje de los ejercicios en forma decreciente. En efecto, el tema era el de más.
No perdí tiempo. Di vuelta la hoja y lo leí. Un enunciado compuesto por dos oraciones. Un renglón.
Pensé en cuatro amigos para formar un cuadro de fútbol 5. No tenía chance. Martes o jueves; nada de domingos. Por la noche; ni pensar en la mañana. Césped sintético, una red en el cielo, con lo que me gusta la naturaleza. Estaba liquidado.
(40 pts) impreso al final del renglón. No me había rifado ese tema, tampoco devorádolo. Estaba a mitad de camino. Y estaba crudísimo.
Me desentendí. Mi capacidad no califica para defender un a mitad de camino. Olvidé la existencia del sub tema y de las otras dos ternas.
De caliente y triste, me puse a responder la última terna, completa. Antes, relojeé a la bestia de atrás.
Aunque era casi la siete de la tarde y bien podría haberme levantado e irme a hacer algo más productivo, decidí quedarme. No soy de los que aceptan la realidad y huyen. No soy de los que se paran ni bien reconocen el conjunto vacío que es la probabilidad de salvar el examen, entregan y se van, como hizo el desubicado de bermudas. Esta gente ignora que el destino es un segundo, y en un segundo mucho puede cambiar.
Como bobeando empecé a escribir (40 pts). Que ya tuviera 5 puntos asegurados me daba ánimo, pero como me lo daba me lo quitaba.
Por la huida de la presión logré algunas frases brillantes. Pero la mayoría eran mediocres, dignas de un escolar. Me dispersaba fácilmente.
A esa altura, ya se había consumido una hora y la veterana llevaba dos solicitudes de hojas. Aquellas piernas que no se movían y yo incrédulo. No entendía por qué no se acalambraba, o si así era, cómo hacía la veterana para disimular el hormigueo.
El pelado a mi siniestra la llevaba bien. Su ritmo de producción era estable y se mostraba muy concentrado, algo que no era tan así. La fuerza desmedida que usaba para escribir, casi agujereando la hoja, indicaba que pensaba en algo más.
Dos veces había mirado mi hoja casi vacía y en ambas había sonrojádose. A mí no me importaba que se riera de mí. Yo sólo pensaba en los domingos matinales, la gente yendo a la cancha con el vino bajo el brazo, los bocinazos, la vigilia del sábado, el papel higiénico. Un cóctel que ya no podría disfrutar. Este último año habíamos ascendido. Recordaba esto y me sentía peor.
Le pedí unas hojas al entregamismas para disimular.
Se me ocurrió hacer una canción, o un relato sobre el entregahojas, o redactar una carta que chorrease palabras de admiración respecto a la capacidad de la veterana para mover únicamente su mano derecha en una instancia como aquella. Haría las tres cosas. Ya no me importaba el examen. Pero decliné.
Volví a mi obligación, como siempre volvía a la mesa a terminar la comida que no me gustaba. Mientras corregía lo que había escrito iba recordando aquello en lo que el profesor había hecho hincapié, y lo escribía. A eso le sumaba lo que había estudiado y lo escribía. Así fui respondiendo, despacito, buscando palabras refinadas que llenaran el ojo, no tenía apuro. No me asía de ilusiones. Una hora y fuera.
Completa mi primera carilla, di vuelta la hoja para proseguir. Fue ahí cuando escuché el suspiro de la veterana. Inmediatamente interrumpí lo que estaba haciendo. Giré todo mi cuerpo y me puse a ver, sin cuidar formas.
La mujer hizo un breve repaso por las ocho hojas que había escrito. Tapó la lapicera y descruzó las piernas. Abrí bien los ojos. Me los refregué.
Se sacó los lentes, los guardó junto a sus otras cosas y se paró. Me froté las manos, como sacándome un frío inexistente, humedecí mis labios y tragué saliva. Saboreaba algo. Tenía platea vip. Acomodé bien el culo y esperé. Esa señora nunca se percató de mi invasión.
La veterana dio un paso; quiso darlo. Estuve a punto de aplaudir. La pantorrilla de la morocha cedió, trastabilló y toda su humanidad aterrizó contra la muchacha que estaba sentada delante de ella. Voló la cartera de la mujer. Volaron las hojas de la mujer. Los lentes de la chica. En la caída, luego de impactar contra la muchacha, su parietal derecho golpeó contra el borde de la silla. Se oyó un ruido seco.
El entregahojas se percató y corrió a su auxilio revoloteando las hojas. Le ayudó a levantarse y le ofreció una hoja para que se limpiara el hilo de sangre que corría por su mejilla. Ella no la quiso. No le agradeció. La mujer juntó las hojas y fue rápido hasta el escritorio. El entregahojas corrió detrás. Ella recogió su cédula y se fue, justo cuando el entregahojas se aprestaba a decirle algo.
Yo no podía más. Me descostillé de la risa hasta el malestar. Fueron diez minutos, desde que se paró hasta cuando casi parte la puerta del salón. Me dolía la zona abdominal, las mandíbulas, la zona pélvica. Se me partía la cabeza de la risa. Los ojos me ardían, quise salir a mear, tenía la garganta raspada.
Siempre me pasa esto cuando me río para adentro, pero nunca había alcanzado tal grado de sufrimiento. Pensé que podría ser mi sospecha, sino la convicción de que algo semejante le sucedería a esa mujer. Un vaticinio inconsciente que se había cumplido; una victoria.
Merecía festejarlo como lo hice. En aquel salón, nada más podría festejar. Quedé exhausto. Me dormí. Soñé en un examen.
Fue un sueño plácido. Tuve recuerdos pobres al despertar, pero de todas formas retuve un personaje claramente: una mujer mayor, muy parecida a la que se había hecho bolsa era la protagonista del sueño feliz. Yo reía todo el tiempo.
Desperté riendo, ya no para adentro.
El entregahojas me miraba como quien mira a un subnormal. Yo veía esa mirada y pensaba, no me gustaría ser entregahojas.
La imagen de aquella mujer despatarrándose no me daba tregua. Me resultaba imposible pensar que estaba dando un examen, qué examen. Y me reía, estúpido. La melena espesa yendo contra el piso, el desparramo oprobioso... recordaba y tosía de la risa. Eso me dio fuerzas. Volví a lo mío, cuarenta puntos.
Por entonces fue que me picaba la pierna derecha.
Incliné el torso para rascarme con mayor intensidad. Bajo mi asiento había una hoja. Una hoja, fue lo primero que pensé. Una hoja, lo segundo. Forcé mi espalda para ver mejor y rascarme más fuerte que antes.
Era una hoja escrita en su plenitud, una carilla tapada de tinta azul. Mía no era. Miré a los dos costados. El destino. Me sorprendió no haberme sorprendido por la llegada del destino.
Agarré la hoja, la así. Casi la arrugué. Me incorporé y la escondí entre sus nuevas compañeras. Y esperé.
Miré en derredor. A mi izquierda todo seguía igual: abstracción. Orejeé la hoja. Mi nueva hoja. Tenía unas cinco arriba de ella. No aguanté y la desnudé, groseramente. No había espacio que no estuviera escrito. En vez de ponerme a leer la di vuelta. Lo que pensaba.
De izquierda a derecha:
el número 3 encerrado en un círculo; Amandla Sarga; el número 2; un punto; el número 8; el número 2; el número 0; un punto; el número 0; el número 0; el número 6, un guión y el número 3.
En lo que sería un segundo renglón, esto:
partir de lo anterior. Optar por uno probo sería lo ideal. ¿Para quién? Para mí no lo es. Yo espero sin impor-
No podía ser más claro. Tercera hoja; la veterana se llamaba Amandla Sarga y su cédula sólo tiene números pares. Era clarísimo.
Las palabras de Amandla se referían al tema. No al sub tema. Lo supe porque coincidía con lo poco que yo había estudiado. Más claro, echale algo que aclare, pero no agua.
Se consumieron veinte minutos en los que leí la hoja de Amandla, la carcajada dos veces, lo poco que yo había escrito cuatro veces; comparé y copié, comparé y copié.
Fui cuidadoso. Cambié el orden de algunas oraciones, palabras. La prosa de Amandla se dejaba. Ideas inteligibles, predominante el pretérito, con algunas faltas que yo purgaría. Igualmente, no me ilusioné demasiado. Mi hazaña no se perpetraría con una única hoja. Hubiera sido más agraciado encontrarme tres hojas. Pegaditas, como si fuesen una. No me hubiera servido de mucho la hoja 7, o la 8. Quince minutos y fuera. No habría prórroga. A mí me daba igual.
Desde hacía un tiempo importante, el pelado escribía frenéticamente, como si recién empezase. Viendo aquel bracito me permití dudar de mi afirmación. Quedé mirándolo. De reojo primero. De frente después. No se inmutó. Aproveché y hurgué en su hoja. Llegaba a leerla perfectamente. Yo escribía en un banco para zurdos y él, a mi izquierda, en uno común. Tenía una letra hermosa.
Volví la mirada sobre mi hoja. No pensaba en el examen, ni cerca se me pasó la idea de copiarle. Simplemente no acreditaba al desquiciado que tenía al lado. Transpiraba. En aquel salón, la humedad y el calor eran insoportables, pero no era para tanto.
Fulgurante, la vena del cuello parecía que se le saldría en cualquier momento. Escribía algo y revisaba las hojas. Se les traspapelaban las hojas. Y todo con un aspecto de hombre manso, de hombre contradictorio. Por eso tampoco me caía bien.
Se me ocurrió que esa podría ser su última oportunidad también, que su estado podía deberse a eso. Tal vez su liga empieza dentro de un mes, o mañana mismo. No todos los organismos reaccionamos igual. Ese tipo, de a poco comenzó a agradarme.
No vio que yo le miraba. Ni cuando del giro brusco me sonaron los huesos del cuello, ni cuando quedé frente a su cara. Diez minutos y afuera.
Tenía que copiar, otra vez. Debía hacerlo. Tenía el destino en mi lapicera, y ésta en mi mano. Tenía mi destino en la mano. Cómo podría esquivar algo que ya me era esquivo. Era mi obligación ultrajar la letra y la bonhomía de ese hombre. Pensaba ya no en domingos otoñales sino en madrugadas soleadas, desprovistas de nube alguna. Pero me cagué. No copié un sorete.
La sentencia que me prometió ese animal me envolvió en un temor proverbial. De ninguna manera volvería a posar mis ojos en hojas ajenas.
Con la furia que me lo dijo. Las palabras que usó me asustaron ya en la segunda letra pronunciada. Me miró, sin remangarse, me copiás y te pego.