tres quince

El resfrío que lo aquejaba era terrible, sí, sí. Yo llegué a sospechar de eso, pero después de ver esto no hay espacio para dudas. Hace cuatro horas y media que estamos acá y esa nariz, que del colorado no quiere despintarse.
Luisa, la hermana de Socorro. Se le pidió que pusiera énfasis en la nariz. Ni así.
Los pinchazos, los rasguñazos, las partes que faltan, el escuadrazo; con eso no tuvo problemas, Luisita. Es más, salvó con creces.
Héctor, carpintero fue y una cruza de carpincho con tero lo fue, o casi.
Pasó una tarde lluviosa como la de hoy.

No como la de ayer, que también fue lluviosa pero pasó un cobrador ayer.
Yo no estaba en el taller cuando el viejo de la esquina vio que llegaba el carpinchero. Sí estaba cuando pasó el cobrador.
No tuve la suerte de ver lo ocurrido en mi carpintería. Lo sé, igual. Dijeron que el viejo de la esquina quedó aterrado después de cruzar vista con aquellos ojos, llenos de furia y negros los ojos.
Había Héctor recién llegado de la ferretería con cosas que nunca en lugares que siempre. Fue por antibióticos. La dueña lo miró a los ojos.

Aspecto laboral. Siempre me preocupé por las fronteras de nuestro establecimiento comercial. Hace un tiempo vengo denunciando las falencias arquitectónicas de aún hoy, mi ex nuestro techo. Muchas veces dije que Hay que arreglar el que más sino puede llegar a ser peor.
Yo no debía meterme en esas cosas.

La cruza de carpincho con tero (de carpincho sólo tenía el pelo) sobrevoló el taller un buen tiempo. Las gotas gordas, gordas de peso welter, no lograron que la fiera se quedase en su casa, no pudieron detenerlo. Ni aunque hubiesen querido esas gotas hubiesen podido.
Héctor volvió, paraguas en mano derecha y en la izquierda nada. No tiene mano izquierda. En esto tampoco debo meterme. Ahí mismo, la cruza de carpincho con tero parada en el techo, justo en el lugar más antiguo de la chapa, en el más raído, el más ácido, el más picado, el que más. Muchas veces dije Hay que arreglar con el que tiene más, puede llegar a ser mejor.
En este caso fue lo peor, sobre lo que yo alerté intensamente.
El bicho, hasta el momento que Létor trancó la puerta de la carpintería y se adentró, había ejecutado trescientos setenta y nueve picotazos sobre la chapa, que cedió en el segundo picotazo. Al bicho no le importó. Estaba un bicho muy caliente.
Vomitaba bronca el pajarraco y picaba. Picaba rápido, sacándose la rabia que lo poseía, que no lo dejaba volar relajado, que no lo dejaba.
Pese a eso,

La cruza, que es un carpinchero fijó el destino de su viaje ni bien fijó la vista sobre la figura escuálida de Héctor, algo que le costó. Y se filtró.
Con alas remangadas y vuelo belicoso fue expreso contra aquel humano, directo a mi socio fue eso.

Trascendió luego que el pajarraco había tenido una fuerte discusión con su carpincha por culpa de su tera.

Con unos filosos y puntiagudos pinchos desprendió tejido epitelial de Héctor, en la primera embestida. Ahí nomás sintió alivio el bicho. Pero no tanto.
Elétor mantenía fresca la mirada de la ferretera, esa que tanto había buscado y que hasta hoy (ayer) había sido esquiva. No entendía lo que pasaba. Por qué ese bicho había interrumpido su remembranza; qué hacía un bicho como aquel en su taller; por qué su piel era de manteca, que no aguantaba un rasguño de aquel bicho; cómo había hecho el bicho para entrarcho. Seguro, si Héctor había trancado la puerta... Nunca pensó en el techo.

En un momento, el ambiguo estaba arreglándose para atacar nuevamente cuando. Héctor estornudó, en su ¿cara? Los ojos rabiosos quedaron empapados como si nada, su furia se aguó. Se alejó. Y volvió. Con la furia seca, nuevamente.
Étor aventuró gravedad en lo que podía venirse, leve. Su sentido del discernimiento suele no estar agudo en situaciones extremas, pero de todas maneras sabía que debía hacer algo rápido.
Tomó el paraguas que había dejado sobre el escritorio. Las gotas se vigorizaban afuera, tornando una lluvia chauchona en implacable.

El carpinchero, enfurecidísimo, aterrizó sobre el mueble de madera, ubicado al medio del taller. Desde el escritorio lanzó unas patadas a Héctor que no impactaron. El hombre respondió con unos paraguazos más teatrales que el nado sincronizado, que la fiera supo eludir con un notable movimiento de cintura. Era un pajarraco elegante.
Frente a frente, el bicho fue más rápido para intimidar. Abrió el pico, en todo su esplendor.

Un filoso y punti agudo graznido retumbó en la carpintería. El sonido llegó hasta la casa del viejo de la esquina. El aliento fétido y caliente del animal fue una caricia al lado del estruendo.
Héctor cayó. Perdió el paraguas. Se le reventó un tímpano.

Al terocarpi no le importó que su esfuerzo al graznar provocase un traumatismo de mandíbula suya. Ahora tenía otra voz. Le gustaba. Porque aparte del cólera residual - la traición deja algo residual- era una voz no dulce. Más que su cabellera, esa pelambre de pinchos le gustaba su voz nueva. Y graznó y graznó.

Momento monótono en la acción, el bicho graznaba. Lo hacía perpetuamente, alternando graznidos agudos y graves e intermedios. Estaba enrachado. Y poseído, el chobi.
Héctor sufrió desgarros de todos los colores en su oído que en ese momento ileso. La sangre emanaba con abundante materia, caía desde el hombro y al deslizarse por el hombro teñía la manga del uniforme de trabajo en un violeta rojizo.
Así y todo, mi socio logró controlar la situación, al menos durante algunos pasajes de la contienda. Algo que no le sirvió de mucho viendo cómo terminó. Él será feliz si se cuenta que en algún momento lo tuvo controlado.
El final fue para haberlo visto.

Malheridos ambos pero Létor más, nuevamente encarados, el animal agazapado en la tierra húmeda, descalzo, el hombre flaco.
Miraban de reojo a los costados por si alguien entraba, atentos a un posible timbre, atentos más a lo externo que tratando de idear un ataque letal.
El bicho viró.

Trascendió después del primer trascendido que su bicha le pasó por la cabeza en el instante del vire.

El híbrido traicionado por un amor, clavó una filosa mirada sobre el carpintero, de frente, no de reojo. Esa fue la acción que reflejó el pensamiento del animal, el vire.
Héctor captó la mirada. Y si usted se llama Héctor captó el chiste del vire; no precisaba mi aclaración.
No le gustó esos ojos a Létor. Darse cuenta que responder a esa mirada era caer en alas del bicho lo perturbó. Sintió envidia por el animal. Él tenía un plan y dos tímpanos.

Sin tiempo para pensar, Étor lo imitó. Su pose, su furia, no la mirada. La mirada de Héctor tenía menos filo que una expresión con sentido veraz y literal. De todas formas lo miró. Se puso a mirarlo.
Los dos se miraban. Los dos aguantaban. Ninguno pestañeaba. Eran miradas seductoras. Creyó mi socio en un momento, gustarle más esa mirada que la de la ferretera. Eso no le gustó. Y recordó.

Llevaba un lápiz carpintero en el bolsillo trasero del overol que yo había aguzado la semana pasada. Que el bolsillo tuviese cremallera hacía más difícil el asimiento del útil escolar, seguro fue lo primero que pensó Héctor. Yo le digo que sin ella, el lápiz se hubiese despatarrado en cualquiera de sus aparatosas caídas contando a partir de la segunda de la primera mitad del conjunto de aparatosas caídas.
El ave mamífera no abdicaba en su mirar. Los ojos iban inyectándosele a la par de su concentración, tomando furia nueva que hacía a los párpados desaparecer, cediendo ante un globo con venitas y venotas.
Imprevistamente, Héctor desvió su mirada. No estaba en sus cálculos la aparición de una basurita, le picaba, actuó sin planearlo. Él no tenía un plan.
El bicho siguió la mirada détor, es que desbordaba su atención prestada. Era una cruza de carpincho con tero, bravísimo pero pichón.

Mientras Héctor miraba hacia ningún lado y el bicho con él -ya habiendo mi socio asumido como favorable lo fortuito e involuntario-, sigilosamente abrió la cremallera y agarró el lápiz de él, que no era suyo sino carpintero.
El pinchudo se volvió y reconoció la treta. Tarde, piscuí.
Elétor mantenía su mano escondida, esperando el momento justo para atacar, siempre haciéndose el vista perdida, afirmando toda su mano sobre la madera.

Volvió los ojos sobre el bicho. Y el bicho con él.
Apuntó al círculo negro. Su vista apuntó. Supo exactamente dónde encajaría el útil escolar y que exactamente tres segundos contaría para luego atacar. Pasado el tercer segundo descubrió su mano y disparó, veloz, sin soltar el arma con excelsa puntería.
La punta del lápiz carpintero se hundió en medio del ojo derecho del animal. Fue un tiro cruzado digno. El bicho emitió un grito ensordecedor, pero distinto a los anteriores. Para Héctor fue un susurro. Cuando la punta chocó contra el fondo de la cavidad ocular, Héctor comenzó a retorcer el lápiz, primero rápido, más lento luego, y con ambas manos después. La materia del globo ocular tapaba la madera y los dedos del carpintero. El animal saludó con las alas, tambaleó, guiñó el ojo bueno y cayó en el piso húmedo, pico arriba, lápiz carpintero perpendicular al piso y paralelo al pico.

El comerciante se alejó del animal. Extenuado se recostó contra una pared a descansar y desde allí contempló su obra. Recorrió el lugar con la mirada y vio el estado lamentable del techo. No recordó mis palabras; no se recuerda lo que no se escucha.
Viendo el estado del chobi y considerando que para afrontar la etapa recesiva que vivía la carpintería la austeridad era clave, Héctor se arrimó nuevamente al púgil animal para retirarle el lápiz del ojo.
Ciego de dolor, el terocarpi no divisaba el utensilio escolar mas lo sufría un disparate. Se lo sacó. Justo antes que lo hiciera Héctor. Y después se paró. Y Héctor se cagó, se le aflojaron las piernas y cayó.

La vehemencia del embate del bicho, aparte de inverosímil, logró el desprendimiento definitivo de su ojo malherido. Volaba el ojo, directo al pecho de Létor y la sangre caía como de una canilla, de lo más profundo de la cavidad. Se confundían fragmentos de cristalino con partículas de globo astilladas, se veía el abismo en el ojo que ya no había.
Héctor paró el ojo con el pecho, y sus manos apoyadas en el suelo. Pensó ensayar una acrobacia e impactar el ojo con una elegante volea, pero carecía de fuerzas. Ni una fuerza tenía. Prefirió disfrutar la caída del animal a sus pies, ver ese agujero perfecto con goteras y desprenderle un par de pinchos que legitimasen su triunfo.

Mi socio dejó el lugar. Abierto. Con la llave puesta. Salió sin rumbo quitándose cachos de piel, aturdido todavía, con la mirada de la bestia peluda cayendo para siempre a los tumbos en su mente. A medida que caminaba, esa mirada se sustituía por la de la ferretera.
Cruzó con la roja tres veces, convencido de su inmortalidad. Llevaba los cordones desatados y una sonrisa en la cara. La lluvia había amainado.
Caminaba Elétor por el pasto, por una vereda angosta cuando tropezó con una escuadra. Trastabilló, cayó y se la clavó en el estómago. Se levantó y siguió. Era una escuadrita.
A las dos cuadras caminaba por la misma vereda, ya no de gramilla sino de cemento. Una escuadra de rugby en rabiosa pretemporada venía directo hacia él. Diecisiete. Chocó con un full back. Lo tumbó, el full back.
El golpe contra las baldosas le partió el hombro izquierdo en tres pedazos.

Héctor murió de un resfrío que lo aquejaba, no hay dudas de eso ahora que veo esto, desparramado en frías baldosas bajo la llovizna.
Ayer pasó el cobrador del servicio fúnebre por el taller. Héctor no estaba. Yo sí. No te hagas problema, paso la semana que viene, me dijo el cobrador.
Yo tenía unos billetes, así que pagué la cuota. En eso sí debía meterme. Después me fui.

Pensé que hoy iba a venir más gente. Héctor era un tipo popular.
De ninguna manera merecía la incuria de Luisa. Cómo ese naso pudo mantener el mismo color durante todo este relato, tres quince.