algunas boludeces que suscribo

Hay más similitudes que diferencias en los trabajos de un escritor y un mago. El mago ejerce un oficio con sus reglas, sus procedimientos, con sus trucos, prohibiciones y hasta con su ética. El escritor es alguien versado en las estructuras literarias, en la narrativa, que conoce los trucos de otros magos y que intenta mejorarlos o cambiarles el sentido.
Escribir es meramente contar o reproducir un hecho. Es eso, y también es no hacer eso. A veces escribir es no mostrar, es omitir decir algo, es ir en el sentido contrario al que parece que uno va. El escritor tiene un ojo puesto en la realidad y otro en lo que está escribiendo, y su propio discurso, su propio texto forma parte de lo que está queriendo decir o de lo que está queriendo no decir. El hecho de nombrar a un perro cuando uno quiere hacer aparecer un perro en un cuento es una ingenuidad

Esta intención abarcativa era vista cuando yo era chico, especialmente por mis tías, como una actitud frívola. Se pensaba en aquellos años que lo verdaderamente serio no podía ser nunca interdisciplinario, que lo serio era dedicarse a una sola actividad de un modo exhaustivo. Una de las características más felices de la posmodernidad es quizá esta necesidad de conexión entre las disciplinas y particularmente las artísticas

El Estado debe hacerse cargo de todas las áreas que no les interesan a los mercaderes, de modo que la complejidad, la inteligencia, la heterodoxia, la experimentación, la reflexión, etc., deben tener un espacio sin fines comerciales y con sentido benéfico. Los canales del Estado no hacen eso

Nuestro destino es tan poco relevante que después de todo no tiene mucho sentido decir que es preferible ser uno que otro, es decir, vistas nuestras conductas a la distancia, son tan iguales y tan irrelevantes como a nosotros nos parecen las conductas de los insectos. Por otro lado, no hay tiempo de ser nadie, hay básicamente sustituciones: un hombre que parece ser irreemplazable resulta reemplazado, alguien vuelve a su casa después de treinta años y se equivoca de casa y nadie le dice nada, dos personas combinan una cita amorosa a través de una pared y a la cita concurre otra persona. Y así. Estos amargos ejemplos nos producen la idea de que, finalmente, da lo mismo ser una persona que otra

En algún momento el artista recibe ideas que vienen desde afuera, que no provienen de su inconsciente ni del fondo de su mente ni de su memoria, ni de su erudición, ni tampoco de la influencia de otros escritores y poetas que ha leído; estas ideas vienen del exterior

Terminé por admitir que sólo dos musas operan ciertamente. La mujer que uno ama es siempre de algún modo la musa, secreta, individual, intransferible, uno reconoce en ella su propio canto y encuentra una fuerza exterior que a veces dicta; la otra es la muerte, porque qué otra cosa que nuestra finitud nos obliga a escribir. Una raza de inmortales probablemente no escribiría porque no tendría necesidad de hacerlo. Escribir es relacionarse con lo que no es, con lo que no será, con lo que no alcanza, con lo que falta. La muerte tira de nosotros con la misma fuerza con que tira el amor. Son dos musas que tienen forma femenina. Tres formas, la musa también

Hay algo patológico en el ejercicio de una exposición permanente

El lenguaje se ha empobrecido. No digo esto en nombre de una pureza idiomática sino más bien de una riqueza de la expresión, de una facilidad para transmitir las ideas propias, un relieve de lo que uno cuenta, solvencia para comunicar, lo cual no quiere decir academicismo. Esto se ha perdido y tiene mucho que ver -como en casi todas nuestras desgracias- la intervención mediática, con un lenguaje de relator de fútbol que se postula como ejemplo a las generaciones futuras. Por otra parte existe una pereza que reduce al mínimo la cantidad de palabras que se usan, que impide la correcta pronunciación a favor de un aflojamiento de los músculos faciales y cuya tonicidad parece requerir un esfuerzo superlativo que las nuevas generaciones no alcanzan a hacer. Hay un lenguaje de boca abierta de nula inflexión

Buscar y descubrir problemas en donde no los hay es propio de las mentes más evolucionadas. Los artistas, los filósofos, los escritores, las mentes lúcidas y brillantes tienen más problemas que soluciones. Y al revés, hay gente que tiene demasiadas soluciones incluso donde no hay problemas. Prefiero a la gente problemática

Vivo un proceso trágico, pero la tragedia está en mi propia incompetencia, en mi propia dificultad para arribar a un buen destino artístico; soy un refutador de leyendas cuando escribo, yo no escribo con el corazón, calculo cada palabra, la mido, la estudio, entiendo que hay un rigor de escalas que para mí es decisivo. No es que escriba fríamente, sólo hay una sabiduría de la escritura como la hay de la interpretación musical que es rigurosa y no permite chambonadas. Cuando un chambón trata de escribir con el corazón los resultados son malos

de los creadores de "Zu Duleche", "Más vale dame más que cien volando" y su precuela, "Más Vale (dame más)"

, llega esta nueva realización, donde todo lo serio podrá tomarse como choto que tendrá el mismo efecto. Incluso esta frase, que es seria.
Vuelven los hermanos malditos de Prado, Massachussets, con las mismas historias que nunca habían contado. No son los hermanos Coen, ni los Marx, ni los van der Kerkoff, mucho menos los Farrelly o los Wright o los Grimberg, ni qué hablar de los hermanos Warner, Mario o Baldwin.
Pero no crean que son los hermanos Maricarmen Cuchi Seelva Cuchi K-lvie y Nicalvilás Higeene Selva. Simplemente, los creadores de Zu Duleche, Más vale dame más que cien volando y su precuela, Más Vale (dame más).



El arranque no fue auspicioso. Si esto quisiera editarse algún día, el arranque no fue auspicioso me parece una buena oración para el empiece, una forma auspiciosa. En cambio, sería excelente que cerrase la obra.
Si esto quisiera editarse algún día, sería un equívoco que la tercera oración comience con en cambio, y que próximo a eso no esté escrito algo exactamente distinto, que justifique ese en cambio. ¿Por qué sería una mala opción?
Hacerse preguntas y respondérselas es técnica del robo, es escribir como se habla y nunca, jamás nunca debe escribirse como hablarse. Me parece un camino erróneo que mermaría el auspicio del comienzo. Esa es la respuesta.
Indicar cuál es la respuesta de cada pregunta que me (nos) haga, va a ser la tónica de mi vida, y especialmente de mi prosa. Es que soy una persona frágil y vanidosa. De hecho, quedo echo pedazos si el que me lee no entiende lo que lee, por eso explico todo. Me encanta darle todo bien digeridito a mi público. Los considero bastante menos que yo, a todos, pero especialmente a mi público. Yo no me debo a él. Yo me debo a mi púbico.
Nada de ambigüedades al principio lady, supongo es un axioma del buen manual del escritor, o del manual del buen escritor, o del escritor manualmente bueno.
María Norma, el humor, Cortázar, fútbol, José Pepe, el hombre que sufre por una cagadita que se mandó cuando guacho pero un grano de arena y una roca en el agua se hunden igual, todo entreverado, incoherente, incoherente en una primerísima vichada. ¿Dialogar con Cortázar?: siempre supe que sos bastante trastornadita. La verdad, no había entendido mucho.


El vómito de citas y alegorías y confesiones y cursivaycomillas y descripción y revulsión me había dejado embarullado, confuso y trastornado y caliente y desilusionado y sin saber qué responder, porque claro, hay que responder. Debía hacerlo.
Pero para responder como es debido tenía primero que entender lo que había leído. Así que leí de vuelta.
Y esta vez fue distinto. La cosa había cambiado. Entonces sí, ni bien terminé, me puse a leerlo otra vez. Más tranquilo. Seguro de mí, porque sabía que la cosa había cambiado. Fui viendo, yendo a veces para atrás, releyendo. Me llevó el doble de tiempo que la primera vez, pero sirvió. Al fin me quedó.
Una duda inmensa, así que lo leí otra vez. Y otra. Y otras dos. Cuando terminé la última, me distendí y sonreí. Qué hija de puta. Para reconocer la brillantez y disfrutar, nuevamente lo leí, por antepenúltima vez.
Terminé cansado. Era tarde, fui a dormirme. Al otro día lo leí dos veces. Y entonces me quedó clarísimo. Debía leerlo una vez más para sacarme las dudas. Lo hice.
Cuando al fin terminé, mis pensamientos se despejaron y escaparon como por una claraboya abierta. Tu obra es sin igual y sinigual.


No hay párrafo susceptible de tirarse a la letrina. Es desagradablemente redundante ver entrecomillados de palabras en K (cursiva) (ka) (cursiva). Mija, o es cursiva o es comillas.
No hay párrafo que no diga nada. Hasta el más clisero y último logra su efecto. Esto, si el lector es capaz de abstraerse de la grasa y primitivismo de esas palabras y a la vez ensoga ese párrafo con por ejemplo, el párrafo inmediato anterior escrito con la misma tipografía. Si lo logra, podrá identficar links excelsos, finas sutilezas, delicias de balanza como el ejemplo de poner de un lado un caño autopase al borde del área que te deje de cara al arco, ponerse nervioso luego y picarla, que pegue en el travesaño y se vaya; y del otro lado, un gol en la hora con la nuca. Como exigiste, yo incliné la balanza. No hace falta decir para dónde.


La acumulación de signos de exclamación es más asqueante que la suma cursiva-comillas, pero mucho menos que (risas). El título es un homenaje al no.

el tiempo muerto

Tose. Con ímpetu tose. Por contento y preocupado se siente contrariado. Nada bien le haría esa muchedumbre de humo a su ganglio inflamado. Cuando se preocupa no es feliz. Cuando es feliz está contento.
Mira de lleno un fuego que le quema los iris. La embriaguez y el sentido de la responsabilidad lo invaden a la vez. Nada bien le haría ese solazo a su condición de fotosensible.
La ocasión lo cautiva por reveladora. El tiempo que consume, nimio, no es congruente con el resultado que brinda.
La rutina que le tocó interpretar, esas tareas bien importantes que debe cumplir, asociadas a un comportamiento que no debe distorsionar nunca esquiva el pensamiento preestablecido, consuetudinario, afín.
Escudriña. Se inmiscuye en sí mismo. Como un cirujano pone atención en cuestiones exactas y como un buen cirujano no va a errarle.
Lo que los que lo conocen desconocen de él llega, lento. Se sorprende, le gusta. Y maldice. En un rato no lo recordará. Piensa en anotarlo. Ya lo olvidó.
¿Enriquecerá su vocabulario hasta el último de sus días? ¿Ladeará de una vez la reflexión llana, somera? ¿Podrá reflexionar nuevamente? Sus inquietudes no se emparientan con las de sus amigos. Ni tangentes son.
Tose. Con desgano, ya. No le importa que el ganglio deviniera en tumor y no repara en el punzante dolor cada vez que pestañea. Nada lo preocupa. Mucho le preocupa.
Ríe. No lo hace solo aunque esté solo. Se desdobla en la complicidad, reconoce su incompatibilidad y se ríen, él con él.
Quisiera transmitir todo esto, pero sospecha de un intercambio desparejo. El lugar común estigmatiza de manera cobarde, coarta cualquier pensamiento ambicioso. Una vez incorporado, la balanza del intercambio jamás podrá estar equilibrada.
Escupe. Siempre gargajos fornidos. Es el equipaje del que debe desprenderse para lograr un buen aterrizaje, para quedar como nuevo. Coloca cada cosa en su lugar, ordena el desorden y compara los tiempos. No entiende.
No entender le fascina. A veces, un tiempito, un cortito, puede albergar contenido contenido. Usa el tiempo muerto. Es eso. Sonríe.
Y comprende sí.

copiar y pegar

Llegaba como siempre en verano. Mal dormido, con temas rifados, sin expectativa de éxito, con el sudor cayéndome por la frente, por la espalda, por el pecho. Sobre todo por la frente. Nada auspicioso para mí. Nunca algo lo fue, pero esta oportunidad no era como cualquier otra.
La liga empieza dentro de un mes. A esa altura, era inútil lamentarse por el pobre desempeño realizado durante todo el año pasado, o apesadumbrarse por las trece oportunidades desperdiciadas. Si no salvaba este examen podía irme despidiendo, que no pisaría más una cancha de fútbol. Al menos con botines. Con tapones. De aluminio.

Me quedé repasando hasta tarde. Tomé unos cafés y almorcé. No había podido dormir la noche anterior (Última Oportunidad). Cuando liquidé la última bolilla, pensé conveniente para mi rendimiento que durmiese una siesta. Cortita.
No pude dormir. Estaba tensionado y contracturado. Nervioso y ansioso. Me bajé una mano y pude. La cátedra trata temas potables.

Ni complejos ni estupideces; algo no muy exigente. El examen se aprueba a probando el 80 % de los puntos. Formato: tema, sub tema y tres ternas de preguntas. Eso me parece bastante exigente.
Si caés en redundancia, si cometés una maldita y única redundancia, no te pasa nada. Está todo bien con las redun. Llegué en hora a la facultad, como siempre.
Me bajé último del bondi, como siempre.

Como nunca, me tocó uno de los salones más grandes de la facultad. Eso estaba bien.
Un flaco llamó a mi nombre empezando por mi apellido. Le entregué la cédula y entré.
Dentro, estaba el entregahojas.
Las tareas de un entregahojas son: entregar hojas, de la especie hoja de examen y de la especie letra de examen, indicar dónde sentarse, indicar dónde no sentarse, auxiliar y mirar. No sé quién le puso entregahojas.

Yo lo hubiese apodado mirón, o botón, o alcahuete o entregahojas.
Miré en general. El salón era inmenso, con el techo allá, bien arriba. Rápido, conté siete filas de asientos.
Se me indicó la cuarta fila empezando por la de las ventanas. Ahí me dijo el entregahojas, levantando las cejas. Cuarta fila, seis bancos detrás del primero.
Al igual que la dimensión del salón, aquella ubicación también estaba bien. Caminé entonces.

Fila 4, empezando por la de las ventanas, que era la misma si se contaba a partir de la fila que daba a la puerta del salón. No puede decirse que me tocó la fila del medio.
Caminaba despacio. Iba contemplando las caras de quienes rendirían junto a mí, mirando a izquierda y a derecha.
Suelo mirar a la gente a la cara, en la calle, en los exámenes. Me senté.
A mi derecha, una mujer bastante veterana parada, miraba impávida para afuera. No la había visto antes. Llevaba unos lentes baqueteados que se sostenían con una cadena plateada. Su pelo era enmarañado y voluminoso, morocho. En un momento se sentó, cruzó las piernas y a partir de allí, nunca más cambiaría de posición.
Del otro lado, un tipo que yo conocía. Habíamos cursado juntos la materia los lunes y miércoles, en horario vespertino. Los dos faltábamos poco.
Adelante, pelo tapándome la visión. Más tarde me enteraría que era un hombre de pelo largo.
Atrás, una bestia morochísima de ojos fulminantes que se partía como hachazo de escarbadientes. Llevaba chancletas y un lunar. Yo giraba el torso y cuello a la vez para verla. Por suerte esos ojos nunca me interceptaron. Eran fulminantes.
Lo tenía bien junado al tipo que estaba a mi izquierda. No me caía bien. Nunca crucé palabra con él. No me caía bien.

Alto, rubio, el pelo que no tenía eclipsaba y el corte de pelo que tenía se confundía con la barba que no tenía. La tez le brillaba de tan afeitada.
Cuando aparecieron los primeros calores noté que trabajaba su cuerpo. Eran impresionantes la espalda, su arsenal de musculosas, los tríceps, el andar erguido en un ángulo que hubiese apostado, lo habría calculado con escuadra.
A veces intervenía en clase con preguntas no muy brillantes. Quería figurar. Tal vez por eso no me caía en gracia.

El entregahojas llegó a mi fila. Le entregó el fajo al primero para que apartara su hoja y pasara hacia atrás. Observé hacia mi izquierda queriendo captar las reacciones de los que ya habían recibido la letra de examen. Considero esa información valiosa.
Un flaco de bermudas se paró y se fue; otro se rió; una pelirroja miró al techo como queriendo recordar; una muchacha agradable se sacó los mocos y los hizo pelotita.
El peludo de adelante dejó deslizar las hojas por su pelo lacio. Logré agarrarlas justo antes que cayeran al suelo. Separé la mía y pasé para atrás. Pedí para ir al baño. El entregahojas me lo prohibió.
Empecé a leer la letra, por el final, como nunca lo había hecho. Este era otro examen.

La última terna era una chotada. Creí que por eso, de los 100 puntos totales valía 5. Los catedráticos no sobresalen por su originalidad: la norma es -históricamente lo fue, cualquiera sea la materia- asignar el puntaje de los ejercicios en forma decreciente. En efecto, el tema era el de más.
No perdí tiempo. Di vuelta la hoja y lo leí. Un enunciado compuesto por dos oraciones. Un renglón.
Pensé en cuatro amigos para formar un cuadro de fútbol 5. No tenía chance. Martes o jueves; nada de domingos. Por la noche; ni pensar en la mañana. Césped sintético, una red en el cielo, con lo que me gusta la naturaleza. Estaba liquidado.
(40 pts) impreso al final del renglón. No me había rifado ese tema, tampoco devorádolo. Estaba a mitad de camino. Y estaba crudísimo.
Me desentendí. Mi capacidad no califica para defender un a mitad de camino. Olvidé la existencia del sub tema y de las otras dos ternas.
De caliente y triste, me puse a responder la última terna, completa. Antes, relojeé a la bestia de atrás.

Aunque era casi la siete de la tarde y bien podría haberme levantado e irme a hacer algo más productivo, decidí quedarme. No soy de los que aceptan la realidad y huyen. No soy de los que se paran ni bien reconocen el conjunto vacío que es la probabilidad de salvar el examen, entregan y se van, como hizo el desubicado de bermudas. Esta gente ignora que el destino es un segundo, y en un segundo mucho puede cambiar.
Como bobeando empecé a escribir (40 pts). Que ya tuviera 5 puntos asegurados me daba ánimo, pero como me lo daba me lo quitaba.
Por la huida de la presión logré algunas frases brillantes. Pero la mayoría eran mediocres, dignas de un escolar. Me dispersaba fácilmente.
A esa altura, ya se había consumido una hora y la veterana llevaba dos solicitudes de hojas. Aquellas piernas que no se movían y yo incrédulo. No entendía por qué no se acalambraba, o si así era, cómo hacía la veterana para disimular el hormigueo.
El pelado a mi siniestra la llevaba bien. Su ritmo de producción era estable y se mostraba muy concentrado, algo que no era tan así. La fuerza desmedida que usaba para escribir, casi agujereando la hoja, indicaba que pensaba en algo más.
Dos veces había mirado mi hoja casi vacía y en ambas había sonrojádose. A mí no me importaba que se riera de mí. Yo sólo pensaba en los domingos matinales, la gente yendo a la cancha con el vino bajo el brazo, los bocinazos, la vigilia del sábado, el papel higiénico. Un cóctel que ya no podría disfrutar. Este último año habíamos ascendido. Recordaba esto y me sentía peor.
Le pedí unas hojas al entregamismas para disimular.

Se me ocurrió hacer una canción, o un relato sobre el entregahojas, o redactar una carta que chorrease palabras de admiración respecto a la capacidad de la veterana para mover únicamente su mano derecha en una instancia como aquella. Haría las tres cosas. Ya no me importaba el examen. Pero decliné.
Volví a mi obligación, como siempre volvía a la mesa a terminar la comida que no me gustaba. Mientras corregía lo que había escrito iba recordando aquello en lo que el profesor había hecho hincapié, y lo escribía. A eso le sumaba lo que había estudiado y lo escribía. Así fui respondiendo, despacito, buscando palabras refinadas que llenaran el ojo, no tenía apuro. No me asía de ilusiones. Una hora y fuera.

Completa mi primera carilla, di vuelta la hoja para proseguir. Fue ahí cuando escuché el suspiro de la veterana. Inmediatamente interrumpí lo que estaba haciendo. Giré todo mi cuerpo y me puse a ver, sin cuidar formas.
La mujer hizo un breve repaso por las ocho hojas que había escrito. Tapó la lapicera y descruzó las piernas. Abrí bien los ojos. Me los refregué.
Se sacó los lentes, los guardó junto a sus otras cosas y se paró. Me froté las manos, como sacándome un frío inexistente, humedecí mis labios y tragué saliva. Saboreaba algo. Tenía platea vip. Acomodé bien el culo y esperé. Esa señora nunca se percató de mi invasión.

La veterana dio un paso; quiso darlo. Estuve a punto de aplaudir. La pantorrilla de la morocha cedió, trastabilló y toda su humanidad aterrizó contra la muchacha que estaba sentada delante de ella. Voló la cartera de la mujer. Volaron las hojas de la mujer. Los lentes de la chica. En la caída, luego de impactar contra la muchacha, su parietal derecho golpeó contra el borde de la silla. Se oyó un ruido seco.
El entregahojas se percató y corrió a su auxilio revoloteando las hojas. Le ayudó a levantarse y le ofreció una hoja para que se limpiara el hilo de sangre que corría por su mejilla. Ella no la quiso. No le agradeció. La mujer juntó las hojas y fue rápido hasta el escritorio. El entregahojas corrió detrás. Ella recogió su cédula y se fue, justo cuando el entregahojas se aprestaba a decirle algo.

Yo no podía más. Me descostillé de la risa hasta el malestar. Fueron diez minutos, desde que se paró hasta cuando casi parte la puerta del salón. Me dolía la zona abdominal, las mandíbulas, la zona pélvica. Se me partía la cabeza de la risa. Los ojos me ardían, quise salir a mear, tenía la garganta raspada.
Siempre me pasa esto cuando me río para adentro, pero nunca había alcanzado tal grado de sufrimiento. Pensé que podría ser mi sospecha, sino la convicción de que algo semejante le sucedería a esa mujer. Un vaticinio inconsciente que se había cumplido; una victoria.
Merecía festejarlo como lo hice. En aquel salón, nada más podría festejar. Quedé exhausto. Me dormí. Soñé en un examen.

Fue un sueño plácido. Tuve recuerdos pobres al despertar, pero de todas formas retuve un personaje claramente: una mujer mayor, muy parecida a la que se había hecho bolsa era la protagonista del sueño feliz. Yo reía todo el tiempo.
Desperté riendo, ya no para adentro.
El entregahojas me miraba como quien mira a un subnormal. Yo veía esa mirada y pensaba, no me gustaría ser entregahojas.
La imagen de aquella mujer despatarrándose no me daba tregua. Me resultaba imposible pensar que estaba dando un examen, qué examen. Y me reía, estúpido. La melena espesa yendo contra el piso, el desparramo oprobioso... recordaba y tosía de la risa. Eso me dio fuerzas. Volví a lo mío, cuarenta puntos.
Por entonces fue que me picaba la pierna derecha.

Incliné el torso para rascarme con mayor intensidad. Bajo mi asiento había una hoja. Una hoja, fue lo primero que pensé. Una hoja, lo segundo. Forcé mi espalda para ver mejor y rascarme más fuerte que antes.
Era una hoja escrita en su plenitud, una carilla tapada de tinta azul. Mía no era. Miré a los dos costados. El destino. Me sorprendió no haberme sorprendido por la llegada del destino.
Agarré la hoja, la así. Casi la arrugué. Me incorporé y la escondí entre sus nuevas compañeras. Y esperé.
Miré en derredor. A mi izquierda todo seguía igual: abstracción. Orejeé la hoja. Mi nueva hoja. Tenía unas cinco arriba de ella. No aguanté y la desnudé, groseramente. No había espacio que no estuviera escrito. En vez de ponerme a leer la di vuelta. Lo que pensaba.
De izquierda a derecha:

el número 3 encerrado en un círculo; Amandla Sarga; el número 2; un punto; el número 8; el número 2; el número 0; un punto; el número 0; el número 0; el número 6, un guión y el número 3.
En lo que sería un segundo renglón, esto:
partir de lo anterior. Optar por uno probo sería lo ideal. ¿Para quién? Para mí no lo es. Yo espero sin impor-
No podía ser más claro. Tercera hoja; la veterana se llamaba Amandla Sarga y su cédula sólo tiene números pares. Era clarísimo.

Las palabras de Amandla se referían al tema. No al sub tema. Lo supe porque coincidía con lo poco que yo había estudiado. Más claro, echale algo que aclare, pero no agua.
Se consumieron veinte minutos en los que leí la hoja de Amandla, la carcajada dos veces, lo poco que yo había escrito cuatro veces; comparé y copié, comparé y copié.
Fui cuidadoso. Cambié el orden de algunas oraciones, palabras. La prosa de Amandla se dejaba. Ideas inteligibles, predominante el pretérito, con algunas faltas que yo purgaría. Igualmente, no me ilusioné demasiado. Mi hazaña no se perpetraría con una única hoja. Hubiera sido más agraciado encontrarme tres hojas. Pegaditas, como si fuesen una. No me hubiera servido de mucho la hoja 7, o la 8. Quince minutos y fuera. No habría prórroga. A mí me daba igual.

Desde hacía un tiempo importante, el pelado escribía frenéticamente, como si recién empezase. Viendo aquel bracito me permití dudar de mi afirmación. Quedé mirándolo. De reojo primero. De frente después. No se inmutó. Aproveché y hurgué en su hoja. Llegaba a leerla perfectamente. Yo escribía en un banco para zurdos y él, a mi izquierda, en uno común. Tenía una letra hermosa.
Volví la mirada sobre mi hoja. No pensaba en el examen, ni cerca se me pasó la idea de copiarle. Simplemente no acreditaba al desquiciado que tenía al lado. Transpiraba. En aquel salón, la humedad y el calor eran insoportables, pero no era para tanto.
Fulgurante, la vena del cuello parecía que se le saldría en cualquier momento. Escribía algo y revisaba las hojas. Se les traspapelaban las hojas. Y todo con un aspecto de hombre manso, de hombre contradictorio. Por eso tampoco me caía bien.

Se me ocurrió que esa podría ser su última oportunidad también, que su estado podía deberse a eso. Tal vez su liga empieza dentro de un mes, o mañana mismo. No todos los organismos reaccionamos igual. Ese tipo, de a poco comenzó a agradarme.
No vio que yo le miraba. Ni cuando del giro brusco me sonaron los huesos del cuello, ni cuando quedé frente a su cara. Diez minutos y afuera.

Tenía que copiar, otra vez. Debía hacerlo. Tenía el destino en mi lapicera, y ésta en mi mano. Tenía mi destino en la mano. Cómo podría esquivar algo que ya me era esquivo. Era mi obligación ultrajar la letra y la bonhomía de ese hombre. Pensaba ya no en domingos otoñales sino en madrugadas soleadas, desprovistas de nube alguna. Pero me cagué. No copié un sorete.

La sentencia que me prometió ese animal me envolvió en un temor proverbial. De ninguna manera volvería a posar mis ojos en hojas ajenas.
Con la furia que me lo dijo. Las palabras que usó me asustaron ya en la segunda letra pronunciada. Me miró, sin remangarse, me copiás y te pego.