el sabor que deja el comentario, parte (a quién le importa qué parte)

En algún momento, este blog contó con la franquicia de un post recurrente a intervalos arbitrarios llamado el sabor que deja el comentario. Mis asiduos y más conspicuos lectores habrían notado que esta saga, de un momento para otro, desapareció, o, haciendo referencia al nombre que adoptaron sus entregas, dejó de parir partes.



Recordemos la (razón + consecuencia) fundacional de este corpus crítico: motivación por responder a un comentario + posterior concreción (no escribo sobre mí; mis comentarios no son pasibles de ser comentados por mí). De allí en más, todas y sólo todas las partes de la saga siguieron la misma línea.

El desasosiego y la culpa habrían invadido a aquellos lectores una vez que hubiesen verificado que sus comentarios por pobres, anacrónicos u obsecuentes, no merecían mi atención. También habría sido cierto que la invasión de aquellos sentimientos en las mentes más lúcidas fue rápidamente desalojada por el convencimiento de que mi narrativa era incapaz de crearles algún tipo de inquietud, o una simple molestia que al menos les despertase el deseo de comentarme, y que nada tenían que ver ellos con el parate del parto. Qué decir de cuando descubrieron que ya no sólo era incapaz sino que definitivamente no era.



Luego de que me inicié en la apertura de mis pensamientos a quien estuviera dispuesto a leerlos -esto es, escribir-, experimenté una primera etapa de prolífera producción. Pero el entusiasmo fue menguando inexorablemente y junto a él las ideas sobre las cuales narrar. Esto no me preocupaba demasiado; me consideraba un simple aficionado.

Fue por eso días que comencé a pensar si alguna vez podría dejar de serlo, si ser definitivamente un escritor era una opción viable para mi devenir. Estaba a gusto con mi incipiente producción y más allá de que mis lectores congeniaban en resultados dispares, mi objetivo de no serles indiferente quedaba saldado.

Pero dejé de escribir. Seguro fue algún día.



El rol de estudiante, de trabajador, de novio, de pseudo deportista, sumado a mi inconstancia y cierta abulia conspiraban contra la faceta letrada que al fin había dado con. Porque como cualquier otro trabajo, si uno quiere dedicarse realmente tiene que hacer sacrificios y por lo tanto debe sufrir.

Decidí ser un aficionado perpetuo; escribiría cuando se me antojase, sin presiones, sin sufrimiento, con mucho sacrificio. Pero me di cuenta de que no era mi voluntad la que abdicaba al sentir muy latente e inequívoca la necesidad de escribir; no era otra que la carencia circunstancial y cuando no absoluta de ideas lo que realmente no me lo permitía. Yo quería escribir, pero no sabía qué, ni de qué ni sobre qué.



Este blog tuvo la suerte (o el mérito) de lograr que ciertos comentaristas tomaran con responsabilidad y seriedad mi petición aquella de los comienzos, y me conmovieran de tal forma que hasta cierta admiración llegué a sentir por ellos.

Sólo uno supo o pudo desvelarme, mantenerme inquieto e impaciente, hacer que optara por pensar como cirujano en la respuesta que le iba a entregar a él y a todos los lectores en desmedro de las clases de facultad. Su prosa a veces resultaba entreverada, pero era visceral y revelante. Esto no me provocaba más que adoración, a él, a su forma de distribuir las palabras, a la escritura en sí y a lo que yo escribía.



Este ser, que dejaba que nos enterásemos del apellido de su madre –su nombre era masculino mitad hispánico mitad sajón, pero me es imposible afirmar que fuese un hombre-, una vez escribió sobre mí: “el hombre no logra transcribir las perturbadoras imágenes que acosan su mente. No logra resquebrajar la fría piedra que cubre el túmulo que es su corazón”.

¡Quién sabrá por qué, de buenas a primera, este espíritu no dejó un solo comentario más! Tengo la firme sospecha de que decidió aprovechar el tiempo y hacer de él algo productivo. No tenía razón este señor (se hacía llamar Sr.), pero casi.



Un rubio poder que no sólo es un tegobi hoy cree que está faltando algo que alguna vez, en otro tiempo, hubo; que eso se agotó, y que porque está convencido de que pese a lo anterior algo se viene, saboreando un ponche a base de licuado de limado de banana bajo el techo de una hamaca se sentará a esperarlo.

Quizás jamás hubo algo de eso, porque quizás la inspiración no existe. En ese caso, el Sr. Garciandreid Phil & Bert habría tenido más que casi.