tres quince

El resfrío que lo aquejaba era terrible, sí, sí. Yo llegué a sospechar de eso, pero después de ver esto no hay espacio para dudas. Hace cuatro horas y media que estamos acá y esa nariz, que del colorado no quiere despintarse.
Luisa, la hermana de Socorro. Se le pidió que pusiera énfasis en la nariz. Ni así.
Los pinchazos, los rasguñazos, las partes que faltan, el escuadrazo; con eso no tuvo problemas, Luisita. Es más, salvó con creces.
Héctor, carpintero fue y una cruza de carpincho con tero lo fue, o casi.
Pasó una tarde lluviosa como la de hoy.

No como la de ayer, que también fue lluviosa pero pasó un cobrador ayer.
Yo no estaba en el taller cuando el viejo de la esquina vio que llegaba el carpinchero. Sí estaba cuando pasó el cobrador.
No tuve la suerte de ver lo ocurrido en mi carpintería. Lo sé, igual. Dijeron que el viejo de la esquina quedó aterrado después de cruzar vista con aquellos ojos, llenos de furia y negros los ojos.
Había Héctor recién llegado de la ferretería con cosas que nunca en lugares que siempre. Fue por antibióticos. La dueña lo miró a los ojos.

Aspecto laboral. Siempre me preocupé por las fronteras de nuestro establecimiento comercial. Hace un tiempo vengo denunciando las falencias arquitectónicas de aún hoy, mi ex nuestro techo. Muchas veces dije que Hay que arreglar el que más sino puede llegar a ser peor.
Yo no debía meterme en esas cosas.

La cruza de carpincho con tero (de carpincho sólo tenía el pelo) sobrevoló el taller un buen tiempo. Las gotas gordas, gordas de peso welter, no lograron que la fiera se quedase en su casa, no pudieron detenerlo. Ni aunque hubiesen querido esas gotas hubiesen podido.
Héctor volvió, paraguas en mano derecha y en la izquierda nada. No tiene mano izquierda. En esto tampoco debo meterme. Ahí mismo, la cruza de carpincho con tero parada en el techo, justo en el lugar más antiguo de la chapa, en el más raído, el más ácido, el más picado, el que más. Muchas veces dije Hay que arreglar con el que tiene más, puede llegar a ser mejor.
En este caso fue lo peor, sobre lo que yo alerté intensamente.
El bicho, hasta el momento que Létor trancó la puerta de la carpintería y se adentró, había ejecutado trescientos setenta y nueve picotazos sobre la chapa, que cedió en el segundo picotazo. Al bicho no le importó. Estaba un bicho muy caliente.
Vomitaba bronca el pajarraco y picaba. Picaba rápido, sacándose la rabia que lo poseía, que no lo dejaba volar relajado, que no lo dejaba.
Pese a eso,

La cruza, que es un carpinchero fijó el destino de su viaje ni bien fijó la vista sobre la figura escuálida de Héctor, algo que le costó. Y se filtró.
Con alas remangadas y vuelo belicoso fue expreso contra aquel humano, directo a mi socio fue eso.

Trascendió luego que el pajarraco había tenido una fuerte discusión con su carpincha por culpa de su tera.

Con unos filosos y puntiagudos pinchos desprendió tejido epitelial de Héctor, en la primera embestida. Ahí nomás sintió alivio el bicho. Pero no tanto.
Elétor mantenía fresca la mirada de la ferretera, esa que tanto había buscado y que hasta hoy (ayer) había sido esquiva. No entendía lo que pasaba. Por qué ese bicho había interrumpido su remembranza; qué hacía un bicho como aquel en su taller; por qué su piel era de manteca, que no aguantaba un rasguño de aquel bicho; cómo había hecho el bicho para entrarcho. Seguro, si Héctor había trancado la puerta... Nunca pensó en el techo.

En un momento, el ambiguo estaba arreglándose para atacar nuevamente cuando. Héctor estornudó, en su ¿cara? Los ojos rabiosos quedaron empapados como si nada, su furia se aguó. Se alejó. Y volvió. Con la furia seca, nuevamente.
Étor aventuró gravedad en lo que podía venirse, leve. Su sentido del discernimiento suele no estar agudo en situaciones extremas, pero de todas maneras sabía que debía hacer algo rápido.
Tomó el paraguas que había dejado sobre el escritorio. Las gotas se vigorizaban afuera, tornando una lluvia chauchona en implacable.

El carpinchero, enfurecidísimo, aterrizó sobre el mueble de madera, ubicado al medio del taller. Desde el escritorio lanzó unas patadas a Héctor que no impactaron. El hombre respondió con unos paraguazos más teatrales que el nado sincronizado, que la fiera supo eludir con un notable movimiento de cintura. Era un pajarraco elegante.
Frente a frente, el bicho fue más rápido para intimidar. Abrió el pico, en todo su esplendor.

Un filoso y punti agudo graznido retumbó en la carpintería. El sonido llegó hasta la casa del viejo de la esquina. El aliento fétido y caliente del animal fue una caricia al lado del estruendo.
Héctor cayó. Perdió el paraguas. Se le reventó un tímpano.

Al terocarpi no le importó que su esfuerzo al graznar provocase un traumatismo de mandíbula suya. Ahora tenía otra voz. Le gustaba. Porque aparte del cólera residual - la traición deja algo residual- era una voz no dulce. Más que su cabellera, esa pelambre de pinchos le gustaba su voz nueva. Y graznó y graznó.

Momento monótono en la acción, el bicho graznaba. Lo hacía perpetuamente, alternando graznidos agudos y graves e intermedios. Estaba enrachado. Y poseído, el chobi.
Héctor sufrió desgarros de todos los colores en su oído que en ese momento ileso. La sangre emanaba con abundante materia, caía desde el hombro y al deslizarse por el hombro teñía la manga del uniforme de trabajo en un violeta rojizo.
Así y todo, mi socio logró controlar la situación, al menos durante algunos pasajes de la contienda. Algo que no le sirvió de mucho viendo cómo terminó. Él será feliz si se cuenta que en algún momento lo tuvo controlado.
El final fue para haberlo visto.

Malheridos ambos pero Létor más, nuevamente encarados, el animal agazapado en la tierra húmeda, descalzo, el hombre flaco.
Miraban de reojo a los costados por si alguien entraba, atentos a un posible timbre, atentos más a lo externo que tratando de idear un ataque letal.
El bicho viró.

Trascendió después del primer trascendido que su bicha le pasó por la cabeza en el instante del vire.

El híbrido traicionado por un amor, clavó una filosa mirada sobre el carpintero, de frente, no de reojo. Esa fue la acción que reflejó el pensamiento del animal, el vire.
Héctor captó la mirada. Y si usted se llama Héctor captó el chiste del vire; no precisaba mi aclaración.
No le gustó esos ojos a Létor. Darse cuenta que responder a esa mirada era caer en alas del bicho lo perturbó. Sintió envidia por el animal. Él tenía un plan y dos tímpanos.

Sin tiempo para pensar, Étor lo imitó. Su pose, su furia, no la mirada. La mirada de Héctor tenía menos filo que una expresión con sentido veraz y literal. De todas formas lo miró. Se puso a mirarlo.
Los dos se miraban. Los dos aguantaban. Ninguno pestañeaba. Eran miradas seductoras. Creyó mi socio en un momento, gustarle más esa mirada que la de la ferretera. Eso no le gustó. Y recordó.

Llevaba un lápiz carpintero en el bolsillo trasero del overol que yo había aguzado la semana pasada. Que el bolsillo tuviese cremallera hacía más difícil el asimiento del útil escolar, seguro fue lo primero que pensó Héctor. Yo le digo que sin ella, el lápiz se hubiese despatarrado en cualquiera de sus aparatosas caídas contando a partir de la segunda de la primera mitad del conjunto de aparatosas caídas.
El ave mamífera no abdicaba en su mirar. Los ojos iban inyectándosele a la par de su concentración, tomando furia nueva que hacía a los párpados desaparecer, cediendo ante un globo con venitas y venotas.
Imprevistamente, Héctor desvió su mirada. No estaba en sus cálculos la aparición de una basurita, le picaba, actuó sin planearlo. Él no tenía un plan.
El bicho siguió la mirada détor, es que desbordaba su atención prestada. Era una cruza de carpincho con tero, bravísimo pero pichón.

Mientras Héctor miraba hacia ningún lado y el bicho con él -ya habiendo mi socio asumido como favorable lo fortuito e involuntario-, sigilosamente abrió la cremallera y agarró el lápiz de él, que no era suyo sino carpintero.
El pinchudo se volvió y reconoció la treta. Tarde, piscuí.
Elétor mantenía su mano escondida, esperando el momento justo para atacar, siempre haciéndose el vista perdida, afirmando toda su mano sobre la madera.

Volvió los ojos sobre el bicho. Y el bicho con él.
Apuntó al círculo negro. Su vista apuntó. Supo exactamente dónde encajaría el útil escolar y que exactamente tres segundos contaría para luego atacar. Pasado el tercer segundo descubrió su mano y disparó, veloz, sin soltar el arma con excelsa puntería.
La punta del lápiz carpintero se hundió en medio del ojo derecho del animal. Fue un tiro cruzado digno. El bicho emitió un grito ensordecedor, pero distinto a los anteriores. Para Héctor fue un susurro. Cuando la punta chocó contra el fondo de la cavidad ocular, Héctor comenzó a retorcer el lápiz, primero rápido, más lento luego, y con ambas manos después. La materia del globo ocular tapaba la madera y los dedos del carpintero. El animal saludó con las alas, tambaleó, guiñó el ojo bueno y cayó en el piso húmedo, pico arriba, lápiz carpintero perpendicular al piso y paralelo al pico.

El comerciante se alejó del animal. Extenuado se recostó contra una pared a descansar y desde allí contempló su obra. Recorrió el lugar con la mirada y vio el estado lamentable del techo. No recordó mis palabras; no se recuerda lo que no se escucha.
Viendo el estado del chobi y considerando que para afrontar la etapa recesiva que vivía la carpintería la austeridad era clave, Héctor se arrimó nuevamente al púgil animal para retirarle el lápiz del ojo.
Ciego de dolor, el terocarpi no divisaba el utensilio escolar mas lo sufría un disparate. Se lo sacó. Justo antes que lo hiciera Héctor. Y después se paró. Y Héctor se cagó, se le aflojaron las piernas y cayó.

La vehemencia del embate del bicho, aparte de inverosímil, logró el desprendimiento definitivo de su ojo malherido. Volaba el ojo, directo al pecho de Létor y la sangre caía como de una canilla, de lo más profundo de la cavidad. Se confundían fragmentos de cristalino con partículas de globo astilladas, se veía el abismo en el ojo que ya no había.
Héctor paró el ojo con el pecho, y sus manos apoyadas en el suelo. Pensó ensayar una acrobacia e impactar el ojo con una elegante volea, pero carecía de fuerzas. Ni una fuerza tenía. Prefirió disfrutar la caída del animal a sus pies, ver ese agujero perfecto con goteras y desprenderle un par de pinchos que legitimasen su triunfo.

Mi socio dejó el lugar. Abierto. Con la llave puesta. Salió sin rumbo quitándose cachos de piel, aturdido todavía, con la mirada de la bestia peluda cayendo para siempre a los tumbos en su mente. A medida que caminaba, esa mirada se sustituía por la de la ferretera.
Cruzó con la roja tres veces, convencido de su inmortalidad. Llevaba los cordones desatados y una sonrisa en la cara. La lluvia había amainado.
Caminaba Elétor por el pasto, por una vereda angosta cuando tropezó con una escuadra. Trastabilló, cayó y se la clavó en el estómago. Se levantó y siguió. Era una escuadrita.
A las dos cuadras caminaba por la misma vereda, ya no de gramilla sino de cemento. Una escuadra de rugby en rabiosa pretemporada venía directo hacia él. Diecisiete. Chocó con un full back. Lo tumbó, el full back.
El golpe contra las baldosas le partió el hombro izquierdo en tres pedazos.

Héctor murió de un resfrío que lo aquejaba, no hay dudas de eso ahora que veo esto, desparramado en frías baldosas bajo la llovizna.
Ayer pasó el cobrador del servicio fúnebre por el taller. Héctor no estaba. Yo sí. No te hagas problema, paso la semana que viene, me dijo el cobrador.
Yo tenía unos billetes, así que pagué la cuota. En eso sí debía meterme. Después me fui.

Pensé que hoy iba a venir más gente. Héctor era un tipo popular.
De ninguna manera merecía la incuria de Luisa. Cómo ese naso pudo mantener el mismo color durante todo este relato, tres quince.

algunas boludeces que suscribo

Hay más similitudes que diferencias en los trabajos de un escritor y un mago. El mago ejerce un oficio con sus reglas, sus procedimientos, con sus trucos, prohibiciones y hasta con su ética. El escritor es alguien versado en las estructuras literarias, en la narrativa, que conoce los trucos de otros magos y que intenta mejorarlos o cambiarles el sentido.
Escribir es meramente contar o reproducir un hecho. Es eso, y también es no hacer eso. A veces escribir es no mostrar, es omitir decir algo, es ir en el sentido contrario al que parece que uno va. El escritor tiene un ojo puesto en la realidad y otro en lo que está escribiendo, y su propio discurso, su propio texto forma parte de lo que está queriendo decir o de lo que está queriendo no decir. El hecho de nombrar a un perro cuando uno quiere hacer aparecer un perro en un cuento es una ingenuidad

Esta intención abarcativa era vista cuando yo era chico, especialmente por mis tías, como una actitud frívola. Se pensaba en aquellos años que lo verdaderamente serio no podía ser nunca interdisciplinario, que lo serio era dedicarse a una sola actividad de un modo exhaustivo. Una de las características más felices de la posmodernidad es quizá esta necesidad de conexión entre las disciplinas y particularmente las artísticas

El Estado debe hacerse cargo de todas las áreas que no les interesan a los mercaderes, de modo que la complejidad, la inteligencia, la heterodoxia, la experimentación, la reflexión, etc., deben tener un espacio sin fines comerciales y con sentido benéfico. Los canales del Estado no hacen eso

Nuestro destino es tan poco relevante que después de todo no tiene mucho sentido decir que es preferible ser uno que otro, es decir, vistas nuestras conductas a la distancia, son tan iguales y tan irrelevantes como a nosotros nos parecen las conductas de los insectos. Por otro lado, no hay tiempo de ser nadie, hay básicamente sustituciones: un hombre que parece ser irreemplazable resulta reemplazado, alguien vuelve a su casa después de treinta años y se equivoca de casa y nadie le dice nada, dos personas combinan una cita amorosa a través de una pared y a la cita concurre otra persona. Y así. Estos amargos ejemplos nos producen la idea de que, finalmente, da lo mismo ser una persona que otra

En algún momento el artista recibe ideas que vienen desde afuera, que no provienen de su inconsciente ni del fondo de su mente ni de su memoria, ni de su erudición, ni tampoco de la influencia de otros escritores y poetas que ha leído; estas ideas vienen del exterior

Terminé por admitir que sólo dos musas operan ciertamente. La mujer que uno ama es siempre de algún modo la musa, secreta, individual, intransferible, uno reconoce en ella su propio canto y encuentra una fuerza exterior que a veces dicta; la otra es la muerte, porque qué otra cosa que nuestra finitud nos obliga a escribir. Una raza de inmortales probablemente no escribiría porque no tendría necesidad de hacerlo. Escribir es relacionarse con lo que no es, con lo que no será, con lo que no alcanza, con lo que falta. La muerte tira de nosotros con la misma fuerza con que tira el amor. Son dos musas que tienen forma femenina. Tres formas, la musa también

Hay algo patológico en el ejercicio de una exposición permanente

El lenguaje se ha empobrecido. No digo esto en nombre de una pureza idiomática sino más bien de una riqueza de la expresión, de una facilidad para transmitir las ideas propias, un relieve de lo que uno cuenta, solvencia para comunicar, lo cual no quiere decir academicismo. Esto se ha perdido y tiene mucho que ver -como en casi todas nuestras desgracias- la intervención mediática, con un lenguaje de relator de fútbol que se postula como ejemplo a las generaciones futuras. Por otra parte existe una pereza que reduce al mínimo la cantidad de palabras que se usan, que impide la correcta pronunciación a favor de un aflojamiento de los músculos faciales y cuya tonicidad parece requerir un esfuerzo superlativo que las nuevas generaciones no alcanzan a hacer. Hay un lenguaje de boca abierta de nula inflexión

Buscar y descubrir problemas en donde no los hay es propio de las mentes más evolucionadas. Los artistas, los filósofos, los escritores, las mentes lúcidas y brillantes tienen más problemas que soluciones. Y al revés, hay gente que tiene demasiadas soluciones incluso donde no hay problemas. Prefiero a la gente problemática

Vivo un proceso trágico, pero la tragedia está en mi propia incompetencia, en mi propia dificultad para arribar a un buen destino artístico; soy un refutador de leyendas cuando escribo, yo no escribo con el corazón, calculo cada palabra, la mido, la estudio, entiendo que hay un rigor de escalas que para mí es decisivo. No es que escriba fríamente, sólo hay una sabiduría de la escritura como la hay de la interpretación musical que es rigurosa y no permite chambonadas. Cuando un chambón trata de escribir con el corazón los resultados son malos

de los creadores de "Zu Duleche", "Más vale dame más que cien volando" y su precuela, "Más Vale (dame más)"

, llega esta nueva realización, donde todo lo serio podrá tomarse como choto que tendrá el mismo efecto. Incluso esta frase, que es seria.
Vuelven los hermanos malditos de Prado, Massachussets, con las mismas historias que nunca habían contado. No son los hermanos Coen, ni los Marx, ni los van der Kerkoff, mucho menos los Farrelly o los Wright o los Grimberg, ni qué hablar de los hermanos Warner, Mario o Baldwin.
Pero no crean que son los hermanos Maricarmen Cuchi Seelva Cuchi K-lvie y Nicalvilás Higeene Selva. Simplemente, los creadores de Zu Duleche, Más vale dame más que cien volando y su precuela, Más Vale (dame más).



El arranque no fue auspicioso. Si esto quisiera editarse algún día, el arranque no fue auspicioso me parece una buena oración para el empiece, una forma auspiciosa. En cambio, sería excelente que cerrase la obra.
Si esto quisiera editarse algún día, sería un equívoco que la tercera oración comience con en cambio, y que próximo a eso no esté escrito algo exactamente distinto, que justifique ese en cambio. ¿Por qué sería una mala opción?
Hacerse preguntas y respondérselas es técnica del robo, es escribir como se habla y nunca, jamás nunca debe escribirse como hablarse. Me parece un camino erróneo que mermaría el auspicio del comienzo. Esa es la respuesta.
Indicar cuál es la respuesta de cada pregunta que me (nos) haga, va a ser la tónica de mi vida, y especialmente de mi prosa. Es que soy una persona frágil y vanidosa. De hecho, quedo echo pedazos si el que me lee no entiende lo que lee, por eso explico todo. Me encanta darle todo bien digeridito a mi público. Los considero bastante menos que yo, a todos, pero especialmente a mi público. Yo no me debo a él. Yo me debo a mi púbico.
Nada de ambigüedades al principio lady, supongo es un axioma del buen manual del escritor, o del manual del buen escritor, o del escritor manualmente bueno.
María Norma, el humor, Cortázar, fútbol, José Pepe, el hombre que sufre por una cagadita que se mandó cuando guacho pero un grano de arena y una roca en el agua se hunden igual, todo entreverado, incoherente, incoherente en una primerísima vichada. ¿Dialogar con Cortázar?: siempre supe que sos bastante trastornadita. La verdad, no había entendido mucho.


El vómito de citas y alegorías y confesiones y cursivaycomillas y descripción y revulsión me había dejado embarullado, confuso y trastornado y caliente y desilusionado y sin saber qué responder, porque claro, hay que responder. Debía hacerlo.
Pero para responder como es debido tenía primero que entender lo que había leído. Así que leí de vuelta.
Y esta vez fue distinto. La cosa había cambiado. Entonces sí, ni bien terminé, me puse a leerlo otra vez. Más tranquilo. Seguro de mí, porque sabía que la cosa había cambiado. Fui viendo, yendo a veces para atrás, releyendo. Me llevó el doble de tiempo que la primera vez, pero sirvió. Al fin me quedó.
Una duda inmensa, así que lo leí otra vez. Y otra. Y otras dos. Cuando terminé la última, me distendí y sonreí. Qué hija de puta. Para reconocer la brillantez y disfrutar, nuevamente lo leí, por antepenúltima vez.
Terminé cansado. Era tarde, fui a dormirme. Al otro día lo leí dos veces. Y entonces me quedó clarísimo. Debía leerlo una vez más para sacarme las dudas. Lo hice.
Cuando al fin terminé, mis pensamientos se despejaron y escaparon como por una claraboya abierta. Tu obra es sin igual y sinigual.


No hay párrafo susceptible de tirarse a la letrina. Es desagradablemente redundante ver entrecomillados de palabras en K (cursiva) (ka) (cursiva). Mija, o es cursiva o es comillas.
No hay párrafo que no diga nada. Hasta el más clisero y último logra su efecto. Esto, si el lector es capaz de abstraerse de la grasa y primitivismo de esas palabras y a la vez ensoga ese párrafo con por ejemplo, el párrafo inmediato anterior escrito con la misma tipografía. Si lo logra, podrá identficar links excelsos, finas sutilezas, delicias de balanza como el ejemplo de poner de un lado un caño autopase al borde del área que te deje de cara al arco, ponerse nervioso luego y picarla, que pegue en el travesaño y se vaya; y del otro lado, un gol en la hora con la nuca. Como exigiste, yo incliné la balanza. No hace falta decir para dónde.


La acumulación de signos de exclamación es más asqueante que la suma cursiva-comillas, pero mucho menos que (risas). El título es un homenaje al no.

el tiempo muerto

Tose. Con ímpetu tose. Por contento y preocupado se siente contrariado. Nada bien le haría esa muchedumbre de humo a su ganglio inflamado. Cuando se preocupa no es feliz. Cuando es feliz está contento.
Mira de lleno un fuego que le quema los iris. La embriaguez y el sentido de la responsabilidad lo invaden a la vez. Nada bien le haría ese solazo a su condición de fotosensible.
La ocasión lo cautiva por reveladora. El tiempo que consume, nimio, no es congruente con el resultado que brinda.
La rutina que le tocó interpretar, esas tareas bien importantes que debe cumplir, asociadas a un comportamiento que no debe distorsionar nunca esquiva el pensamiento preestablecido, consuetudinario, afín.
Escudriña. Se inmiscuye en sí mismo. Como un cirujano pone atención en cuestiones exactas y como un buen cirujano no va a errarle.
Lo que los que lo conocen desconocen de él llega, lento. Se sorprende, le gusta. Y maldice. En un rato no lo recordará. Piensa en anotarlo. Ya lo olvidó.
¿Enriquecerá su vocabulario hasta el último de sus días? ¿Ladeará de una vez la reflexión llana, somera? ¿Podrá reflexionar nuevamente? Sus inquietudes no se emparientan con las de sus amigos. Ni tangentes son.
Tose. Con desgano, ya. No le importa que el ganglio deviniera en tumor y no repara en el punzante dolor cada vez que pestañea. Nada lo preocupa. Mucho le preocupa.
Ríe. No lo hace solo aunque esté solo. Se desdobla en la complicidad, reconoce su incompatibilidad y se ríen, él con él.
Quisiera transmitir todo esto, pero sospecha de un intercambio desparejo. El lugar común estigmatiza de manera cobarde, coarta cualquier pensamiento ambicioso. Una vez incorporado, la balanza del intercambio jamás podrá estar equilibrada.
Escupe. Siempre gargajos fornidos. Es el equipaje del que debe desprenderse para lograr un buen aterrizaje, para quedar como nuevo. Coloca cada cosa en su lugar, ordena el desorden y compara los tiempos. No entiende.
No entender le fascina. A veces, un tiempito, un cortito, puede albergar contenido contenido. Usa el tiempo muerto. Es eso. Sonríe.
Y comprende sí.

copiar y pegar

Llegaba como siempre en verano. Mal dormido, con temas rifados, sin expectativa de éxito, con el sudor cayéndome por la frente, por la espalda, por el pecho. Sobre todo por la frente. Nada auspicioso para mí. Nunca algo lo fue, pero esta oportunidad no era como cualquier otra.
La liga empieza dentro de un mes. A esa altura, era inútil lamentarse por el pobre desempeño realizado durante todo el año pasado, o apesadumbrarse por las trece oportunidades desperdiciadas. Si no salvaba este examen podía irme despidiendo, que no pisaría más una cancha de fútbol. Al menos con botines. Con tapones. De aluminio.

Me quedé repasando hasta tarde. Tomé unos cafés y almorcé. No había podido dormir la noche anterior (Última Oportunidad). Cuando liquidé la última bolilla, pensé conveniente para mi rendimiento que durmiese una siesta. Cortita.
No pude dormir. Estaba tensionado y contracturado. Nervioso y ansioso. Me bajé una mano y pude. La cátedra trata temas potables.

Ni complejos ni estupideces; algo no muy exigente. El examen se aprueba a probando el 80 % de los puntos. Formato: tema, sub tema y tres ternas de preguntas. Eso me parece bastante exigente.
Si caés en redundancia, si cometés una maldita y única redundancia, no te pasa nada. Está todo bien con las redun. Llegué en hora a la facultad, como siempre.
Me bajé último del bondi, como siempre.

Como nunca, me tocó uno de los salones más grandes de la facultad. Eso estaba bien.
Un flaco llamó a mi nombre empezando por mi apellido. Le entregué la cédula y entré.
Dentro, estaba el entregahojas.
Las tareas de un entregahojas son: entregar hojas, de la especie hoja de examen y de la especie letra de examen, indicar dónde sentarse, indicar dónde no sentarse, auxiliar y mirar. No sé quién le puso entregahojas.

Yo lo hubiese apodado mirón, o botón, o alcahuete o entregahojas.
Miré en general. El salón era inmenso, con el techo allá, bien arriba. Rápido, conté siete filas de asientos.
Se me indicó la cuarta fila empezando por la de las ventanas. Ahí me dijo el entregahojas, levantando las cejas. Cuarta fila, seis bancos detrás del primero.
Al igual que la dimensión del salón, aquella ubicación también estaba bien. Caminé entonces.

Fila 4, empezando por la de las ventanas, que era la misma si se contaba a partir de la fila que daba a la puerta del salón. No puede decirse que me tocó la fila del medio.
Caminaba despacio. Iba contemplando las caras de quienes rendirían junto a mí, mirando a izquierda y a derecha.
Suelo mirar a la gente a la cara, en la calle, en los exámenes. Me senté.
A mi derecha, una mujer bastante veterana parada, miraba impávida para afuera. No la había visto antes. Llevaba unos lentes baqueteados que se sostenían con una cadena plateada. Su pelo era enmarañado y voluminoso, morocho. En un momento se sentó, cruzó las piernas y a partir de allí, nunca más cambiaría de posición.
Del otro lado, un tipo que yo conocía. Habíamos cursado juntos la materia los lunes y miércoles, en horario vespertino. Los dos faltábamos poco.
Adelante, pelo tapándome la visión. Más tarde me enteraría que era un hombre de pelo largo.
Atrás, una bestia morochísima de ojos fulminantes que se partía como hachazo de escarbadientes. Llevaba chancletas y un lunar. Yo giraba el torso y cuello a la vez para verla. Por suerte esos ojos nunca me interceptaron. Eran fulminantes.
Lo tenía bien junado al tipo que estaba a mi izquierda. No me caía bien. Nunca crucé palabra con él. No me caía bien.

Alto, rubio, el pelo que no tenía eclipsaba y el corte de pelo que tenía se confundía con la barba que no tenía. La tez le brillaba de tan afeitada.
Cuando aparecieron los primeros calores noté que trabajaba su cuerpo. Eran impresionantes la espalda, su arsenal de musculosas, los tríceps, el andar erguido en un ángulo que hubiese apostado, lo habría calculado con escuadra.
A veces intervenía en clase con preguntas no muy brillantes. Quería figurar. Tal vez por eso no me caía en gracia.

El entregahojas llegó a mi fila. Le entregó el fajo al primero para que apartara su hoja y pasara hacia atrás. Observé hacia mi izquierda queriendo captar las reacciones de los que ya habían recibido la letra de examen. Considero esa información valiosa.
Un flaco de bermudas se paró y se fue; otro se rió; una pelirroja miró al techo como queriendo recordar; una muchacha agradable se sacó los mocos y los hizo pelotita.
El peludo de adelante dejó deslizar las hojas por su pelo lacio. Logré agarrarlas justo antes que cayeran al suelo. Separé la mía y pasé para atrás. Pedí para ir al baño. El entregahojas me lo prohibió.
Empecé a leer la letra, por el final, como nunca lo había hecho. Este era otro examen.

La última terna era una chotada. Creí que por eso, de los 100 puntos totales valía 5. Los catedráticos no sobresalen por su originalidad: la norma es -históricamente lo fue, cualquiera sea la materia- asignar el puntaje de los ejercicios en forma decreciente. En efecto, el tema era el de más.
No perdí tiempo. Di vuelta la hoja y lo leí. Un enunciado compuesto por dos oraciones. Un renglón.
Pensé en cuatro amigos para formar un cuadro de fútbol 5. No tenía chance. Martes o jueves; nada de domingos. Por la noche; ni pensar en la mañana. Césped sintético, una red en el cielo, con lo que me gusta la naturaleza. Estaba liquidado.
(40 pts) impreso al final del renglón. No me había rifado ese tema, tampoco devorádolo. Estaba a mitad de camino. Y estaba crudísimo.
Me desentendí. Mi capacidad no califica para defender un a mitad de camino. Olvidé la existencia del sub tema y de las otras dos ternas.
De caliente y triste, me puse a responder la última terna, completa. Antes, relojeé a la bestia de atrás.

Aunque era casi la siete de la tarde y bien podría haberme levantado e irme a hacer algo más productivo, decidí quedarme. No soy de los que aceptan la realidad y huyen. No soy de los que se paran ni bien reconocen el conjunto vacío que es la probabilidad de salvar el examen, entregan y se van, como hizo el desubicado de bermudas. Esta gente ignora que el destino es un segundo, y en un segundo mucho puede cambiar.
Como bobeando empecé a escribir (40 pts). Que ya tuviera 5 puntos asegurados me daba ánimo, pero como me lo daba me lo quitaba.
Por la huida de la presión logré algunas frases brillantes. Pero la mayoría eran mediocres, dignas de un escolar. Me dispersaba fácilmente.
A esa altura, ya se había consumido una hora y la veterana llevaba dos solicitudes de hojas. Aquellas piernas que no se movían y yo incrédulo. No entendía por qué no se acalambraba, o si así era, cómo hacía la veterana para disimular el hormigueo.
El pelado a mi siniestra la llevaba bien. Su ritmo de producción era estable y se mostraba muy concentrado, algo que no era tan así. La fuerza desmedida que usaba para escribir, casi agujereando la hoja, indicaba que pensaba en algo más.
Dos veces había mirado mi hoja casi vacía y en ambas había sonrojádose. A mí no me importaba que se riera de mí. Yo sólo pensaba en los domingos matinales, la gente yendo a la cancha con el vino bajo el brazo, los bocinazos, la vigilia del sábado, el papel higiénico. Un cóctel que ya no podría disfrutar. Este último año habíamos ascendido. Recordaba esto y me sentía peor.
Le pedí unas hojas al entregamismas para disimular.

Se me ocurrió hacer una canción, o un relato sobre el entregahojas, o redactar una carta que chorrease palabras de admiración respecto a la capacidad de la veterana para mover únicamente su mano derecha en una instancia como aquella. Haría las tres cosas. Ya no me importaba el examen. Pero decliné.
Volví a mi obligación, como siempre volvía a la mesa a terminar la comida que no me gustaba. Mientras corregía lo que había escrito iba recordando aquello en lo que el profesor había hecho hincapié, y lo escribía. A eso le sumaba lo que había estudiado y lo escribía. Así fui respondiendo, despacito, buscando palabras refinadas que llenaran el ojo, no tenía apuro. No me asía de ilusiones. Una hora y fuera.

Completa mi primera carilla, di vuelta la hoja para proseguir. Fue ahí cuando escuché el suspiro de la veterana. Inmediatamente interrumpí lo que estaba haciendo. Giré todo mi cuerpo y me puse a ver, sin cuidar formas.
La mujer hizo un breve repaso por las ocho hojas que había escrito. Tapó la lapicera y descruzó las piernas. Abrí bien los ojos. Me los refregué.
Se sacó los lentes, los guardó junto a sus otras cosas y se paró. Me froté las manos, como sacándome un frío inexistente, humedecí mis labios y tragué saliva. Saboreaba algo. Tenía platea vip. Acomodé bien el culo y esperé. Esa señora nunca se percató de mi invasión.

La veterana dio un paso; quiso darlo. Estuve a punto de aplaudir. La pantorrilla de la morocha cedió, trastabilló y toda su humanidad aterrizó contra la muchacha que estaba sentada delante de ella. Voló la cartera de la mujer. Volaron las hojas de la mujer. Los lentes de la chica. En la caída, luego de impactar contra la muchacha, su parietal derecho golpeó contra el borde de la silla. Se oyó un ruido seco.
El entregahojas se percató y corrió a su auxilio revoloteando las hojas. Le ayudó a levantarse y le ofreció una hoja para que se limpiara el hilo de sangre que corría por su mejilla. Ella no la quiso. No le agradeció. La mujer juntó las hojas y fue rápido hasta el escritorio. El entregahojas corrió detrás. Ella recogió su cédula y se fue, justo cuando el entregahojas se aprestaba a decirle algo.

Yo no podía más. Me descostillé de la risa hasta el malestar. Fueron diez minutos, desde que se paró hasta cuando casi parte la puerta del salón. Me dolía la zona abdominal, las mandíbulas, la zona pélvica. Se me partía la cabeza de la risa. Los ojos me ardían, quise salir a mear, tenía la garganta raspada.
Siempre me pasa esto cuando me río para adentro, pero nunca había alcanzado tal grado de sufrimiento. Pensé que podría ser mi sospecha, sino la convicción de que algo semejante le sucedería a esa mujer. Un vaticinio inconsciente que se había cumplido; una victoria.
Merecía festejarlo como lo hice. En aquel salón, nada más podría festejar. Quedé exhausto. Me dormí. Soñé en un examen.

Fue un sueño plácido. Tuve recuerdos pobres al despertar, pero de todas formas retuve un personaje claramente: una mujer mayor, muy parecida a la que se había hecho bolsa era la protagonista del sueño feliz. Yo reía todo el tiempo.
Desperté riendo, ya no para adentro.
El entregahojas me miraba como quien mira a un subnormal. Yo veía esa mirada y pensaba, no me gustaría ser entregahojas.
La imagen de aquella mujer despatarrándose no me daba tregua. Me resultaba imposible pensar que estaba dando un examen, qué examen. Y me reía, estúpido. La melena espesa yendo contra el piso, el desparramo oprobioso... recordaba y tosía de la risa. Eso me dio fuerzas. Volví a lo mío, cuarenta puntos.
Por entonces fue que me picaba la pierna derecha.

Incliné el torso para rascarme con mayor intensidad. Bajo mi asiento había una hoja. Una hoja, fue lo primero que pensé. Una hoja, lo segundo. Forcé mi espalda para ver mejor y rascarme más fuerte que antes.
Era una hoja escrita en su plenitud, una carilla tapada de tinta azul. Mía no era. Miré a los dos costados. El destino. Me sorprendió no haberme sorprendido por la llegada del destino.
Agarré la hoja, la así. Casi la arrugué. Me incorporé y la escondí entre sus nuevas compañeras. Y esperé.
Miré en derredor. A mi izquierda todo seguía igual: abstracción. Orejeé la hoja. Mi nueva hoja. Tenía unas cinco arriba de ella. No aguanté y la desnudé, groseramente. No había espacio que no estuviera escrito. En vez de ponerme a leer la di vuelta. Lo que pensaba.
De izquierda a derecha:

el número 3 encerrado en un círculo; Amandla Sarga; el número 2; un punto; el número 8; el número 2; el número 0; un punto; el número 0; el número 0; el número 6, un guión y el número 3.
En lo que sería un segundo renglón, esto:
partir de lo anterior. Optar por uno probo sería lo ideal. ¿Para quién? Para mí no lo es. Yo espero sin impor-
No podía ser más claro. Tercera hoja; la veterana se llamaba Amandla Sarga y su cédula sólo tiene números pares. Era clarísimo.

Las palabras de Amandla se referían al tema. No al sub tema. Lo supe porque coincidía con lo poco que yo había estudiado. Más claro, echale algo que aclare, pero no agua.
Se consumieron veinte minutos en los que leí la hoja de Amandla, la carcajada dos veces, lo poco que yo había escrito cuatro veces; comparé y copié, comparé y copié.
Fui cuidadoso. Cambié el orden de algunas oraciones, palabras. La prosa de Amandla se dejaba. Ideas inteligibles, predominante el pretérito, con algunas faltas que yo purgaría. Igualmente, no me ilusioné demasiado. Mi hazaña no se perpetraría con una única hoja. Hubiera sido más agraciado encontrarme tres hojas. Pegaditas, como si fuesen una. No me hubiera servido de mucho la hoja 7, o la 8. Quince minutos y fuera. No habría prórroga. A mí me daba igual.

Desde hacía un tiempo importante, el pelado escribía frenéticamente, como si recién empezase. Viendo aquel bracito me permití dudar de mi afirmación. Quedé mirándolo. De reojo primero. De frente después. No se inmutó. Aproveché y hurgué en su hoja. Llegaba a leerla perfectamente. Yo escribía en un banco para zurdos y él, a mi izquierda, en uno común. Tenía una letra hermosa.
Volví la mirada sobre mi hoja. No pensaba en el examen, ni cerca se me pasó la idea de copiarle. Simplemente no acreditaba al desquiciado que tenía al lado. Transpiraba. En aquel salón, la humedad y el calor eran insoportables, pero no era para tanto.
Fulgurante, la vena del cuello parecía que se le saldría en cualquier momento. Escribía algo y revisaba las hojas. Se les traspapelaban las hojas. Y todo con un aspecto de hombre manso, de hombre contradictorio. Por eso tampoco me caía bien.

Se me ocurrió que esa podría ser su última oportunidad también, que su estado podía deberse a eso. Tal vez su liga empieza dentro de un mes, o mañana mismo. No todos los organismos reaccionamos igual. Ese tipo, de a poco comenzó a agradarme.
No vio que yo le miraba. Ni cuando del giro brusco me sonaron los huesos del cuello, ni cuando quedé frente a su cara. Diez minutos y afuera.

Tenía que copiar, otra vez. Debía hacerlo. Tenía el destino en mi lapicera, y ésta en mi mano. Tenía mi destino en la mano. Cómo podría esquivar algo que ya me era esquivo. Era mi obligación ultrajar la letra y la bonhomía de ese hombre. Pensaba ya no en domingos otoñales sino en madrugadas soleadas, desprovistas de nube alguna. Pero me cagué. No copié un sorete.

La sentencia que me prometió ese animal me envolvió en un temor proverbial. De ninguna manera volvería a posar mis ojos en hojas ajenas.
Con la furia que me lo dijo. Las palabras que usó me asustaron ya en la segunda letra pronunciada. Me miró, sin remangarse, me copiás y te pego.

(entre camillas)

Mi peor momento fue aquel cuando me drogaba y pasaba solo, cuando me era imposible discernir entre realidad y lo que no, cuando era incapaz de escribir dos oraciones consecutivas y coherentes.
Mi mejor momento como artista fue aquel cuando me drogaba con todo lo que hubiese y pasaba solo, cuando me encontraba tan bien que sabía perfectamente que vivía en el alucine y que mi peor momento lo había pasado cuando me drogaba frente al espejo.
El hombre más rápido del mundo se llama Usain Bolt. Su marca es 9,69 en 100m. Es jamaiquino.
¿Jamaiquino?

lapicera negra

El día estaba hermoso. La noche ya había caído. La noche estaba hermosa está mejor. El día propiamente dicho había sido hermoso también, pero la noche lo era más.

Que sea de noche hacía la vida hermosa. Igual a como lo hace ahora, aunque ahora no es de noche.
La noche es más hermoso que el día. Aunque la tarde no se queda atrás. Es hermosa, pero menos que el día y mucho menos que la noche.

Por la hermosura que se venía dando, sentados en uno de los sillones que tenemos en casa consideramos mi novia y yo oportuno aprovechar la noche que caería para salir a discutir afuera. Ninguno dudó. Es que se venía una noche hermosa.

Nora eligió el lugar.
Su acceso es restringido. No está permitido el ingreso de relojes, celulares, campanas, cámaras de video, así como tampoco el de cámaras de fotos, teléfonos públicos ni cualquier otro disfraz que no sea un disfraz de cédula, cuchillo, mitocondria o lobo feroz.
No es excluyente estar disfrazado para entrar.

Salimos y una luna gigante nos tapó de oscuridad. Las lunas nuevas son hermosas. Odio la luna gigante, que estropea la noche con su luz infidente. Como cuando parece que no hay no hay.

La pizzería que Nora eligió abre sólo en noches hermosas.
Al dueño le fascina cuando la luna está gigante, y se ve. Pero más disfruta viendo gente disfrazada de cédula, de cuchillo, de mitocondria o de lobo feroz.
Los mozos no trabajan disfrazados. Llevan un hermoso uniforme.

Yo elegí la persona que nos atendería. Nora me hizo ver que no necesariamente debía ser una moza. Había cinco. Dos mozas y tres mozos. ¡Qué uniformes!

La moza que elegí era hermosa. No podía desentonar con la noche que nos firmamenteaba, oscura, hermosa.

Lo discutimos y Nora estuvo totalmente de acuerdo con mi elección.

gosta

Hasta que te conocí no te conocía. Y a pesar que te conocí, siento que no te conocí. Mis ojos no conocen, ven.
Llegaste y claro, no sabía quién eras. Me estiraste la mano. Yo la mejilla.
A veces pasa que soy más besuquero que otros hombres.

Cuando te fuiste seguí sin saber quién eras, aunque ya te había conocido.
Sabía tu nombre, supe allí tu apellido. Ni así te supe.

Escuché tus palabras, escuché con atención cada vez que interveniste.
Recién ahí te conocí.

Sos la persona más repugnante que jamás conocí. Lo supe ni bien terminaste de intervenir por última vez.
Luego rememoré y lo confirmé: entraste caminando, recién bañado y saludaste a todos, uno por uno con un besito a cada uno. Menos a mí.
Todo concordaba. Nunca había visto la asquerosidad que vi en tu actuar.

Agasajaste a la madre del cumpleañero.
Le diste un regalo a la abuela y le revolviste el pelo, como si fuese una pendeja de trece, como si el cumpleaños fuese de ella y como si la vieja tuviese cabello alguno. Lo tenía.
Desplegaste el regalo de nuestro amigo en la cama grande.

Si me vuelve a pasar algo tan espantoso como vos me pasaste por delante, juro que voy a poner algo en juego. Puede que sea la estatuilla de Jesús que gané como revelación actoral a mis primeros 29 añitos, por interpretar a Jesucristo.
Tres kilates cada muñeca; cinco cada ojo.
Apostaré que si algo tan siniestro como lo que viví cuando te conocí vuelve a entrometerse en mi destino, me fundo.

Vi cuando me miraste, las tres veces. Vos querías conocerme antes de conocerme. Deseabas que alguien delatara cómo se conforma mi familia, especialmente si tengo abuela y madre. Querías que te invitase a mi cumple.

El cumple venía aburridísimo. Llegaste vos, dejaste tres cosas sobre la mesa, y a partir de ahí lo disfruté como nunca. Mis ojos no conocen. Mis oídos sí.

Toda esa inmundicia caminando, hablando, estando. Gosta.
Habla Laura

Yo que sostuve la agitada trama
del verso escrito al borde del abismo,
siempre volví la espalda al cataclismo.
Yo soy la que no está. La que no te ama.

Yo que alumbré con pertinaz ausencia
tu visión de poeta endemoniado
respondí a cada agónico llamado
con la misma estelar indiferencia.

Soy Hidra que venció, fiera salvaje
que al héroe despedaza y atormenta
pero recibe a cambio un beso tierno.

Te pregunto: ¿no es cruel el homenaje?
¿No esconde acaso la mayor afrenta?
Muchas puertas, mi amor, dan al infierno.


Alejandro Dolina

ensayo sobre turismo sobre el turista

Acrobático el hombre despliega su energía
Por el pasto del Olímpico el penal del Goyco
Le han hecho una efigie generosa Recio estoico
Innegociable incapaz de fraguar una herejía

El turista italiano la mira con desprecio
Y envidia No tiene la estatua una amplia sonrisa
Se precipita su partida por eso Debe irse deprisa
Pero de pausa Olvidó saludar y a nadie agradecio

Se cruzó con una fiorentina ya vuelto con resabio
Era alta inmensa espalda de piel color ámbar
Descalza va por el fuego no al estándar
Rechaza regalos y se parte con el escavio

Juntos caminaron ella compró un diapasón
Sin la guitarra igual Sueña que la gente lo emule
Disfrazada borracha por la noche y deambule
Por el humo del ostracismo rasgue con el corazón
y le dé un uso mínimo a la razón

amigos del alma


Algún día de dos mil ocho

-Jorge, ¿qué me decís de Luis?
-¿Sobre Luis? Uhh, qué querés que te diga... Estoy apurado, otro día.
-Un par de palabras Jorge, sobre tu amigo Luis, cortitas.
-Y bueno, bien Luis. Como todos, no sé. Es un viejo amigo. Trabajamos hace mucho tiempo, juntos...

Luis Verdura (mil novecientos cincuenta y nueve – dos mil ocho)

Al otro día de aquel algún día

-Jorge, ¿qué me decís de lo de Luis? Dos palabras, sólo dos.
-¿Unas palabras? ¿Sólo unas palabras me pedís de Luisito? Te puedo hablar hasta mañana de este tonto que nos dejó. Pero ahora no. Dejame solo, por Dios te pido. No puedo más. Después hablamos.
-¿Cuándo?
-Ahora. Luis era un fenómeno. Nos dejó como queríamos que lo hiciese. Le erró al momento, pero a la forma le acertó. Una persona excepcional. Laburamos juntos hace una bocha, tantos recuerdos,
Recuerdo cuando tuve mi segundo programa de entrevistas, que me pedía todo el tiempo desde su programa, quería que trabajase con él, entonces me pedía todo el tiempo, me pedía al aire y me pidió con mi director de mi radio, al maestro eslavo también le pidió por mí.
Yo tengo mucho para dar. Soy de pedirme.
Pero yo siempre le decía lo mismo, dejate de joder enano hijo de puta hay gente mucho más interesante que yo para entrevistar, y un día fui. Fue el programa más visto del programa que conducía Luis, quizás luego de su actuación cuando al lado mío, lo mejor que hizo jamás.
En ese programa estaba yo. No sabés la alegría que me dio. Y cómo la pasamos. Cómo nos divertimos. Es que Luisito era así. Te hacía reír todo el tiempo. No paraba. Nunca lo ibas a ver mal. Siempre con una sonrisa a flor de piel.
Recuerdo también, creo que fue ayer, que se olvidó el almuerzo en el freezer y me mangueó, porque también se había olvidado de la billetera. Ahora que me doy cuenta, me dejó adentro. Es que la vida es así, loco. Cuando menos lo esperás pasan estas cosas espantosas y quedás endeudado.
Un grande, Luis. Aunque fuese un enano, ¿no? Eso lo hacía más grande, sin duda. Y cómo se reía. Con cuánta energía, con qué vitalidad. Lástima que ya...
-Jorge, ayer cuando te pregunté por Luis, ¿no podías adelantarme algo de esto?
-No me hagas acordar de ayer cuate. Ayer Luis estaba acá, con nosotros hermano.

el hombrecito que cuando reía se le veía la lengua

Jamás me enojo por causas injustas. Cuando me enojo, el excesivo volumen del mismo lo hace injusto.

saqué la foto

Aparte de una jeringa contaminada, lo peor que te puede pasar es que las amigas de tu novia estén mucho más fuerte que tu novia.
Ves a las amigas y crees en la suerte. En la mala suerte. Por qué tan afortunado en ciertas cosas.
Pensás en los novios de las amigas de tu novia y te sentís un poco mejor.
Deben pensar lo mismo que yo: qué fuerte está la amiga de mi novia, que seguro no es tu novia sino otra amiga, amiga de tu novia también.

Acabás de pelearte con tu novia. Un amigo tuyo tiene novia. Esa novia tiene una amiga que se parte y está sola.
Lo mejor que puede pasarte es ennoviarte con la amiga de la novia de tu amigo, y a la semana decirle a tu amigo para meter un Cambio Zito, el cambio más confiable con los guardias de seguridad menos confiables.

Ahí se abre el gran debate.

¿Qué es el destino? ¿Cuánto cuesta lo gratuito? ¿Mientras tanto tendría que ir dentro de los signos de interrogación si quiero preguntar mientras tanto qué hago? ¿Sin coma?
Nada tiene que ver esto con el gran debate. Estas preguntas son sólo lo sonso.

Aparte a su novia de su mejor amiga si quiere evitar el sufrimiento.
Es probable que esa mejor amiga sea una criatura macabra, petisa como una mesa ratona, de ojos saltones, patizamba, típica del oriente del río Uruguay.
También, se presume que esa especie de gnomo peludo hable pestes de su mejor amiga (su novia) por estar, también se avizora, fuerte como tijeretazo de frenillo.
Fuerte como tijeretazo de frenillo comparándola con esa figura siniestra.

Seguro, su novia no es otra que una flaca sin gracia, sin cachas, sin pómulos prominentes, de la que uno no puede asirse ni del pelo porque debido a su espíritu marimacho lo usa bien corto.
Al lado de ella, la mejor amiga debe estar fuerte como parir quintillizos.

un domingo cualquiera

8 y 38 se prendió la televisión, mi despertador. 8 y 38 escuché voces provenientes del aparato. Pensé quedarme un rato más (anoche me costó conciliar el sueño a pesar de las fritangas, lo logré profundo de madrugada). Deseché ese pensamiento.
Me levanté. Llevaba las medias de fútbol puestas por si llegaba a quedarme un rato más en la cama. Así absorbería el tiempo perdido.
Preparé el bolso, me vestí y bajé –tres pasos cronológicos–.
Partido complicado el que se venía. Puntero contra cuarto. En la primera ronda se había armado lío porque un hincha de ellos invadió la cancha para agredir a uno de los nuestros. A un hincha nuestro que había invadido la cancha para atender al nueve de ellos, que cuando se pusieron 2-0 empezó a pizarrear.
Finalmente no pasó a mayores. Se armó tremenda generala pero los mayores no participaron. Miraban panchos las patadas voladoras, las patadas en el piso, los tres contra uno, los cabezazos contra el palo.
El juez anotaba todo. Nos comimos 10 UR de multa, pero nadie marchó preso. En el presupuesto de la Liga Universitaria no existe el rubro guardis policial.
Puse agua para el mate y arranqué para el baño. Me senté y esperé. Nada. Hice fuerza. Nada.
Siempre cago antes de ir a jugar al fútbol. Si no lo hago, después me vienen ganas en pleno calentamiento. El mate es delicioso, junta amigos, pero también es inoportuno. La última vez que me pasó esto, el técnico decidió quitarme del once titular. Empezaba el partido y yo no volvía del baño. Puso a otro en mi lugar.
Hice más fuerza. Nada. Hirvió el agua. Corté un poco de papel higiénico para llevar, preparé el mate.
La mayoría de los gurises se juntan cerca de facultad. Un par de autos es suficiente para llevar a todos hasta la cancha. Yo vivo lejos de la facultad. Cuando somos locatarios, combino con un veterano que me levanta a unas diez cuadras de casa. El viejo es bien, pero sus cuentos no. A veces me gustaría vivir cerca de facultad.
8 y 57 arranqué hacia Avenida y Bulevar, donde me levanta Hernando. La mañana era agradable, sin viento molesto ni vaho irritante. No precisé abrigo para el viaje.
En el camino me crucé viejos de todos colores: viejos con bastón, viejos corriendo, con el diario bajo el brazo, parejas de viejos con mate y bizcochos, viejos sentados con la vista perdida, viejos verdes, viejos amarillos.
Me cebaba un mate, levantaba la cabeza y veía un viejo. Tomé doce mates; los conté. Seguro, fueron menos que los viejos que vi. También vi un adolescente caminando. Se le notaba el alma de viejo a metros.
Llegamos a la cancha. No pasó nada interesante durante el viaje. Yo no hablo mucho, ni cuando voy a jugar al fútbol ni cuando estoy en el cine. Ni bien subo al auto de Hernando, lo saludo y trato de concentrarme en el partido. Imagino jugadas, pienso quién irá, quién no, si habrá bidón.
Bajé del auto. Deseé que el golero de ellos no fuese.
El técnico dio los once. Jugaba. Lo primero que hice fue ir a cagar, o intentarlo al menos. El mate y los nervios fueron efectivos, otra vez. Las cinco empanadas fritas que cené anoche fueron cayendo lentamente, una por cada maraño.
Dudé si la de carne se había desplomado en el segundo o quinto sorete; estuve seguro de que la de choclo se materializó en el primero. Usé todo el papel, refresqué mi cara y volví, más liviano, pronto para empezar con los ejercicios precompetitivos.
Carecemos de preparador físico. Cada uno hace lo que le parece, en el orden que quiere, y elonga los músculos que cree conveniente. Una vez cada mucho, algún referente del cuadro o hasta algún joven atrevido simula interesarse por el calentamiento y dispone dos filas ordenadas y marca los ejercicios que debemos hacer desde el primer lugar de alguna de las dos filas.
Esto, generalmente pasa cuando el director técnico llega tarde, cuando existe incertidumbre sobre titulares y los que no.
Estos perspicaces creen que de esa forma pueden hacer que el técnico cambie de opinión si no los tenía en el once inicial. A veces lo logran.
Mientras llevaba rodillas al pecho, relojeaba para enfrente en busca del golero rival. Ojalá ataje otro, pensé. No deseaba su ausencia porque fuese un fuera de serie. Por cierto, es bastante mediocre. Pero es excelente escrachando cabezas como la mía contra el palo.
Que esté suspendido; que haya expirado su ficha médica; que se haya mamado anoche; que esté muerto imploré, ya haciendo galopas.
Nuestra hinchada es una de las más numerosas de la divisional. A este partido en particular, no se hizo presente en masa. Lo hace, cuando se trata de una instancia definitoria. Ésta, por más que tuviese el atractivo de ser contra el puntero o simplemente por el antecedente, no definía nada. Para mí, todos los partidos son atractivos.
Novias, padres, ex técnicos, suplentes perpetuos, curiosos, abuelos, cazatalentos, amigos, el canchero, jugadores que dejaron de estudiar, perros son parte de nuestra hinchada. Ellos hinchan por nosotros; les importa un carajo el cuadro como tal. Van a vernos a nosotros, a cada uno por separado. Sufren por el singular.
Le da lo mismo a mi novia si nos echaron al cinco o nos comimos tres. Si yo hice un gol ella va a estar chocha. Mi semana no será pletórica si perdimos 3-1, aunque yo haya hecho el gol.
Esto es difícil de entender para las novias. Los perros no tienen este problema.
El partido se retrasó quince minutos porque el juez pinchó, nos contó en el entretiempo. Aproveché su demora para volver al baño y afeitar completamente mi barba de tres meses. Me recogí el pelo con una colita violeta y me coloqué una bincha para que sostenga los mechones que caían sobre mi frente. De paso, me puse una caravana que tapé con un esparadrapo y me hice un piercing en la nariz. Me cayeron lágrimas de dolor, pero no me importó. Evitaría uno peor.
Mis compañeros no notaron los cambios.
El golero de ellos jamás me reconoció. Ni cuando me estampó la cara contra el pasto en medio de la trifulca que se armó a los 30 del segundo tiempo por una provocación infantil de uno de los veteranos, que encima estaba afuera.
Me eligió al azar el golero. Una se llevó.

la felicidad es un arma caliente me la soba. sólo estoy durmiendo, carajo

Mi nombre es Juan Pedro Pérez. Tengo 21 años. Hace una semana descubrí que quiero ser escritor. Ahora mismo, estoy dándome cuenta que puedo lograrlo. Si quiero, puedo convertirme en el peor escritor jamás leído. Mis metas buscan un éxito inédito.
Niéguenme si no, que haya una idea más infantil, previsible, aberrante, carente de ingenio, originalidad e interés, que empezar un cuento con una enumeración de los datos personales más elementales del autor. Yo no podría negarlo.
Aunque ahora que pienso, sí. Extender esa idea a lo largo del relato, cual carta a desconocido o confesiones autorizadas, donde abunde la descripción de gustos, hobbies, fechas, disgustos, estudios, pelis y discos favoritos, amistades, es la peor idea.
Hoy es martes 15 y me encantan las milanesas. Se dejan tocar, no como las sicilianas, que te hacen comer lava del Etna si osás agarrarles con una mano la boca de abajo y con la otra abrazarlas. Me pasó con tres.
Soy hincha de Huachipato, de Carabobo, de Figueirense, de Deportivo Pasto, de Villa Teresa, de Jorge Wilstermann, de Douglas Hay de Pergamino, de 12 de octubre, de Olmedo y de Cnel. Bolognesi. Gracias a mi fanatismo pude recorrer todita Sudamérica. Sé fanático y viajarás.
Sigo a mis cuadros a todos lados, de chiquito. Desde la cuna te vengo a ver / abrigadito con pulóver canto entre la monada cuando el clima lo amerita; los nuevitos, los que van sólo cuando ganamos, me oyen y se rascan de envidia. Para las jornadas calurosas adapté el cántico: los nuevos que me chupen el orto / el calor que tengo no lo soporto.
Debo confesar que una vez me confesé (ahora son dos). Fue en una iglesia en Venezuela, a la vuelta de un partido del Carabobo. Sentí imperioso limpiar mi lengua de toda la blasfemia que le había obsequiado al lineman. Yo no era así y el lineman no merecía ni la mitad de mis puteadas. Seguro, esa cara de infeliz que tenía se debía al maltrato de su mujer. Fui a ver al padre Milio, gran hincha del Cara.
La limpiadora me paró en la entrada. Le pregunté por el padre y me contó que estaba de vacaciones en una isla del Pacífico, adoctrinando a tres monaguillos sobre el Agua Transparente, las Palmeras y la Santa Arena, que si yo quería podría escucharme su suplente, el padre Aústo.
Salí de la iglesia y había un vagabundo descansando en la escalera. Ahí mismo le confesé que el padre Milio no era padre, sino un reverendo hijo de re mil putas que cuando uno más lo precisa, o está de vacaciones o está sentado en el palco, viendo al Carabobo.
Espero que dejen comentarios dignos de un cuento como este. Sean ingeniosos con la puteadas y no descuiden la parte gangsteril. Tengo hermanas, abuelos, un blog y seres queridos. Pueden utilizarlos de rehenes.
El primero que me dé para adelante se va a arrepentir. Al segundo lo voy a buscar a la casa.

el sabor que deja el comentario, parte IV

No me reportan estas palabras que se vienen felicidad alguna. No suscribo a ese invento occidental. Escribir es mi trabajo, y como tal lo detesto.
Durante mi corta vida he experimentado con personas de toda estirpe bajo las condiciones más disímiles. Viví relaciones epistolares, platónicas, concubinarias, imaginarias, fui secuestrado, me mudé a una isla inhóspita, trabajé como guardia en la celda de un burro en un zoológico en el interior, viaje a la India donde me encontré a mí mismo. Por alguna patología que no logro diagnosticarme, ninguna me ha sido duradera.
Con la apertura de este espacio y a partir de la repercusión que tuvo en ciertos engendros, en un momento creí que podría cambiar la pisada. Interesantes idas y vueltas me dieron ánimo, me mostraron que mi ruta no se erigía en un elástico por el que sólo uno camina, y que tal vez valía la pena vivir buscando la complicidad perpetua.
Hasta que la miseria humana reafirmó lo que pienso: soy mejor repartiendo que con la gente. No duro con la gente.
Por esta decisión que tomé, mi psiquis no se vio exenta de contrariedad. Jamás rompí una relación de manera unilateral. Creo en el diálogo, en la contraoferta; nunca me remangué los pantalones para decidir nada, por algo es que no me gusta la encandilada. Hasta ahora.
La autoridad brotó en mí como un herpes. Me veo obligado a cortar por lozano. No pienso arriesgar potenciales relaciones con cientos, miles de lectores por un simple y tejano sindicalista.
La ominosa sospecha que hace un tiempo sembré al fin se confirmó. Arduo trabajo me llevó elaborar los contenidos de mis posteos y resolver sobre la cronología que les destinaría. Noches de insomnio buscando argumentos que invaliden mi teoría, deseando que esa tesis naufragase. Y por otro lado, hubiera sido capaz de someterme al más vil de los vejámenes si fallaba en mi presunción. No fallé.
No es mi culpa que este mundo considere a la locura un flagelo. Las variables exógenas brillan por su presencia; todo está dado. No es mi labor cuestionar la ética occidental sino adaptarme a ella. Y claro, aceptarla. Y calladito la boca.
Se preguntará usted, señor García, qué criterio se utiliza para vincular la locura con la pobreza, con el periodismo deportivo, con las drogas, con las suegras... en fin, con el mal que se le ocurra. Pregúntese tranquilo don Fili, que nadie va a responderle. Todo viene dado. Sólo conseguirá dedos índices callando su boca del cerebro. Mi dedo es uno de ellos.
He decidido cortar todo vínculo entre usted y yo, o entre usted y mi blog, o entre sus palabras y mis comentarios, o entre sus comentarios y mis incuestionables valores.
Usted está loco, le saltó la térmica, no está institucionalizado, los patitos no le van en fila, es un esquizofrénico, no le llega el agua al tanque y así podría seguir.
Llegar al punto de inferir palabras como si fuesen mías, crear diálogos incoherentes, tratarme de verdadero escritor, y lo que me resultó más chocante: verdadero artista... Usted no está bien.
Lo peor es que le avisé. Le recomendé que se tratase, que viera a un especialista cuando todo aquello de su personalidad múltiple. Usted, como siempre, se mofó de mis palabras. Y me lo negó. Típico de gente como usted. No reconocer cuando tienen problemas.
Como a todo loco hay que apartarlo, tirarlo a la banquina y que se pudra al rayo del sol y a los rayos de la luna, que son los mismos que los del sol.
Es la única solución que encontré, y me duele en el alma, si es que tengo. De ahora en más, como usted me aconsejó, cercenaré toda palabra suya que vea estampada en el apartado comentarios. Y ni se le ocurra hacerse pasar por otro (inherente en usted) pues prometo represalias fatales.
La locura se contagia Filiberto, sus ideas pueden llegar a calar hondo en mentes frágiles y desprevenidas. Incluso, pueden llegar a hacer pensar. Eso a mí, no me conviene.
Los locos como usted, al igual que los borrachos y los niños dicen la verdad. Y no hay nada peor que la verdad, aunque la Santa Palabra no haya podido decretarlo aún.
Hágase un blog propio. Allí podrá desplegar toda su pedantería, su gama de personajes y su batería de indicaciones al prójimo. Si resultase interesante, yo mismo dejaré algún comentario. Pero de ninguna manera voy a tolerar que me diga lo que debo hacer. Bastante me costó eludir la doctrina eclesiástica para que venga un disfuncional como usted a entrometerse en mi voluntad. Bien por usted si de chiquito fue a la iglesia en vez de a la escuela. Nuestro máximo jerarca es oriundo de la zona donde usted reside y seguro lo influenció temprano durante algún paseo por la plaza Lafone con su discurso proselitista y soporífero. No me sorprendería enterarme que de adolescente, usted padeció delirio místico.
Yo tomé otro camino. No sé si bueno o malo. Tan poco me interesa saberlo como lo que usted piense sobre mi inclinación sexual. En cuanto a esto, debo decirle que me desilusionó. Creía conocer a un loco, pero no al monstruo que resultó ser.
Cayó en lo rudimentario de la forma más primitiva. Cree usted de la existencia de una relación directa y proporcional entre el mariconismo y la mediocridad. Esta visión avala su condición de machista, sindicalista, fascista, cristiano y García Andrade.
¿Acaso no pueden convivir en un mismo ser la homosexualidad y la genialidad? Mi caso no califica. Tranquilamente puedo albergar en mi andar a un puto, a un genio, a un mediocre y a un no-puto. De hecho, me acosté con fieles reflejos de las cuatro especies, y a los nueve les di albergue en mi casa.
Pero qué queda para los Oscar Wildes, los Petru Valenskys, las Gabrielas Mistral, los Fernando Peñas, los Keanu Reeves, las Laura Canouras, las Sandras Mihanovich. Talentos como estos no merecen ese desprecio.
El comentario del señor García en estábamos viendo si salía me deja sabor a pena. No a lástima. Lástima siente el que se cree superior, el que sufre la desgracia ajena al verla explícita, y que ignora que su propia desdicha puede ser causa de júbilo en alguna otra parte.

estábamos viendo si salía

Y de repente, apagón. Ninguno de los cuatro se sorprendió por eso. Era tremenda tormenta la que estábamos sufriendo hacía ya, dos días.
El apagón es un traidor. No te avisa que está por llegar, y el que avisa no traiciona. No prendimos velas; ninguno de los cuatro fuma.
Revisamos los cajones de la cocina, los cajones del cuarto y los del baño, en busca de velas. Encontramos cinco. Las prendimos, las cinco.
De repente, apagón de velas. Nada más pudimos hacer, salvo acostarnos.
Al otro día seguíamos sin luz. Eso nos privaba de algunas cosas: no podíamos prender la luz, usar el calefón, ver la televisión prendida, apagar la luz.
Eso sí, teníamos luz natural. Y no quedaban vestigios de temporal. El sol enceguecía y picaba. Nadie precisaba prender la luz, ni bañarse, ni encerrarse a embobarse.
Nos fuimos de casa. Soledad se quedó.