El resfrío que lo aquejaba era terrible, sí, sí. Yo llegué a sospechar de eso, pero después de ver esto no hay espacio para dudas. Hace cuatro horas y media que estamos acá y esa nariz, que del colorado no quiere despintarse.
Luisa, la hermana de Socorro. Se le pidió que pusiera énfasis en la nariz. Ni así.
Los pinchazos, los rasguñazos, las partes que faltan, el escuadrazo; con eso no tuvo problemas, Luisita. Es más, salvó con creces.
Héctor, carpintero fue y una cruza de carpincho con tero lo fue, o casi.
Pasó una tarde lluviosa como la de hoy.
No como la de ayer, que también fue lluviosa pero pasó un cobrador ayer.
Yo no estaba en el taller cuando el viejo de la esquina vio que llegaba el carpinchero. Sí estaba cuando pasó el cobrador.
No tuve la suerte de ver lo ocurrido en mi carpintería. Lo sé, igual. Dijeron que el viejo de la esquina quedó aterrado después de cruzar vista con aquellos ojos, llenos de furia y negros los ojos.
Había Héctor recién llegado de la ferretería con cosas que nunca en lugares que siempre. Fue por antibióticos. La dueña lo miró a los ojos.
Aspecto laboral. Siempre me preocupé por las fronteras de nuestro establecimiento comercial. Hace un tiempo vengo denunciando las falencias arquitectónicas de aún hoy, mi ex nuestro techo. Muchas veces dije que Hay que arreglar el que más sino puede llegar a ser peor.
Yo no debía meterme en esas cosas.
La cruza de carpincho con tero (de carpincho sólo tenía el pelo) sobrevoló el taller un buen tiempo. Las gotas gordas, gordas de peso welter, no lograron que la fiera se quedase en su casa, no pudieron detenerlo. Ni aunque hubiesen querido esas gotas hubiesen podido.
Héctor volvió, paraguas en mano derecha y en la izquierda nada. No tiene mano izquierda. En esto tampoco debo meterme. Ahí mismo, la cruza de carpincho con tero parada en el techo, justo en el lugar más antiguo de la chapa, en el más raído, el más ácido, el más picado, el que más. Muchas veces dije Hay que arreglar con el que tiene más, puede llegar a ser mejor.
En este caso fue lo peor, sobre lo que yo alerté intensamente.
El bicho, hasta el momento que Létor trancó la puerta de la carpintería y se adentró, había ejecutado trescientos setenta y nueve picotazos sobre la chapa, que cedió en el segundo picotazo. Al bicho no le importó. Estaba un bicho muy caliente.
Vomitaba bronca el pajarraco y picaba. Picaba rápido, sacándose la rabia que lo poseía, que no lo dejaba volar relajado, que no lo dejaba.
Pese a eso,
La cruza, que es un carpinchero fijó el destino de su viaje ni bien fijó la vista sobre la figura escuálida de Héctor, algo que le costó. Y se filtró.
Con alas remangadas y vuelo belicoso fue expreso contra aquel humano, directo a mi socio fue eso.
Trascendió luego que el pajarraco había tenido una fuerte discusión con su carpincha por culpa de su tera.
Con unos filosos y puntiagudos pinchos desprendió tejido epitelial de Héctor, en la primera embestida. Ahí nomás sintió alivio el bicho. Pero no tanto.
Elétor mantenía fresca la mirada de la ferretera, esa que tanto había buscado y que hasta hoy (ayer) había sido esquiva. No entendía lo que pasaba. Por qué ese bicho había interrumpido su remembranza; qué hacía un bicho como aquel en su taller; por qué su piel era de manteca, que no aguantaba un rasguño de aquel bicho; cómo había hecho el bicho para entrarcho. Seguro, si Héctor había trancado la puerta... Nunca pensó en el techo.
En un momento, el ambiguo estaba arreglándose para atacar nuevamente cuando. Héctor estornudó, en su ¿cara? Los ojos rabiosos quedaron empapados como si nada, su furia se aguó. Se alejó. Y volvió. Con la furia seca, nuevamente.
Étor aventuró gravedad en lo que podía venirse, leve. Su sentido del discernimiento suele no estar agudo en situaciones extremas, pero de todas maneras sabía que debía hacer algo rápido.
Tomó el paraguas que había dejado sobre el escritorio. Las gotas se vigorizaban afuera, tornando una lluvia chauchona en implacable.
El carpinchero, enfurecidísimo, aterrizó sobre el mueble de madera, ubicado al medio del taller. Desde el escritorio lanzó unas patadas a Héctor que no impactaron. El hombre respondió con unos paraguazos más teatrales que el nado sincronizado, que la fiera supo eludir con un notable movimiento de cintura. Era un pajarraco elegante.
Frente a frente, el bicho fue más rápido para intimidar. Abrió el pico, en todo su esplendor.
Un filoso y punti agudo graznido retumbó en la carpintería. El sonido llegó hasta la casa del viejo de la esquina. El aliento fétido y caliente del animal fue una caricia al lado del estruendo.
Héctor cayó. Perdió el paraguas. Se le reventó un tímpano.
Al terocarpi no le importó que su esfuerzo al graznar provocase un traumatismo de mandíbula suya. Ahora tenía otra voz. Le gustaba. Porque aparte del cólera residual - la traición deja algo residual- era una voz no dulce. Más que su cabellera, esa pelambre de pinchos le gustaba su voz nueva. Y graznó y graznó.
Momento monótono en la acción, el bicho graznaba. Lo hacía perpetuamente, alternando graznidos agudos y graves e intermedios. Estaba enrachado. Y poseído, el chobi.
Héctor sufrió desgarros de todos los colores en su oído que en ese momento ileso. La sangre emanaba con abundante materia, caía desde el hombro y al deslizarse por el hombro teñía la manga del uniforme de trabajo en un violeta rojizo.
Así y todo, mi socio logró controlar la situación, al menos durante algunos pasajes de la contienda. Algo que no le sirvió de mucho viendo cómo terminó. Él será feliz si se cuenta que en algún momento lo tuvo controlado.
El final fue para haberlo visto.
Malheridos ambos pero Létor más, nuevamente encarados, el animal agazapado en la tierra húmeda, descalzo, el hombre flaco.
Miraban de reojo a los costados por si alguien entraba, atentos a un posible timbre, atentos más a lo externo que tratando de idear un ataque letal.
El bicho viró.
Trascendió después del primer trascendido que su bicha le pasó por la cabeza en el instante del vire.
El híbrido traicionado por un amor, clavó una filosa mirada sobre el carpintero, de frente, no de reojo. Esa fue la acción que reflejó el pensamiento del animal, el vire.
Héctor captó la mirada. Y si usted se llama Héctor captó el chiste del vire; no precisaba mi aclaración.
No le gustó esos ojos a Létor. Darse cuenta que responder a esa mirada era caer en alas del bicho lo perturbó. Sintió envidia por el animal. Él tenía un plan y dos tímpanos.
Sin tiempo para pensar, Étor lo imitó. Su pose, su furia, no la mirada. La mirada de Héctor tenía menos filo que una expresión con sentido veraz y literal. De todas formas lo miró. Se puso a mirarlo.
Los dos se miraban. Los dos aguantaban. Ninguno pestañeaba. Eran miradas seductoras. Creyó mi socio en un momento, gustarle más esa mirada que la de la ferretera. Eso no le gustó. Y recordó.
Llevaba un lápiz carpintero en el bolsillo trasero del overol que yo había aguzado la semana pasada. Que el bolsillo tuviese cremallera hacía más difícil el asimiento del útil escolar, seguro fue lo primero que pensó Héctor. Yo le digo que sin ella, el lápiz se hubiese despatarrado en cualquiera de sus aparatosas caídas contando a partir de la segunda de la primera mitad del conjunto de aparatosas caídas.
El ave mamífera no abdicaba en su mirar. Los ojos iban inyectándosele a la par de su concentración, tomando furia nueva que hacía a los párpados desaparecer, cediendo ante un globo con venitas y venotas.
Imprevistamente, Héctor desvió su mirada. No estaba en sus cálculos la aparición de una basurita, le picaba, actuó sin planearlo. Él no tenía un plan.
El bicho siguió la mirada détor, es que desbordaba su atención prestada. Era una cruza de carpincho con tero, bravísimo pero pichón.
Mientras Héctor miraba hacia ningún lado y el bicho con él -ya habiendo mi socio asumido como favorable lo fortuito e involuntario-, sigilosamente abrió la cremallera y agarró el lápiz de él, que no era suyo sino carpintero.
El pinchudo se volvió y reconoció la treta. Tarde, piscuí.
Elétor mantenía su mano escondida, esperando el momento justo para atacar, siempre haciéndose el vista perdida, afirmando toda su mano sobre la madera.
Volvió los ojos sobre el bicho. Y el bicho con él.
Apuntó al círculo negro. Su vista apuntó. Supo exactamente dónde encajaría el útil escolar y que exactamente tres segundos contaría para luego atacar. Pasado el tercer segundo descubrió su mano y disparó, veloz, sin soltar el arma con excelsa puntería.
La punta del lápiz carpintero se hundió en medio del ojo derecho del animal. Fue un tiro cruzado digno. El bicho emitió un grito ensordecedor, pero distinto a los anteriores. Para Héctor fue un susurro. Cuando la punta chocó contra el fondo de la cavidad ocular, Héctor comenzó a retorcer el lápiz, primero rápido, más lento luego, y con ambas manos después. La materia del globo ocular tapaba la madera y los dedos del carpintero. El animal saludó con las alas, tambaleó, guiñó el ojo bueno y cayó en el piso húmedo, pico arriba, lápiz carpintero perpendicular al piso y paralelo al pico.
El comerciante se alejó del animal. Extenuado se recostó contra una pared a descansar y desde allí contempló su obra. Recorrió el lugar con la mirada y vio el estado lamentable del techo. No recordó mis palabras; no se recuerda lo que no se escucha.
Viendo el estado del chobi y considerando que para afrontar la etapa recesiva que vivía la carpintería la austeridad era clave, Héctor se arrimó nuevamente al púgil animal para retirarle el lápiz del ojo.
Ciego de dolor, el terocarpi no divisaba el utensilio escolar mas lo sufría un disparate. Se lo sacó. Justo antes que lo hiciera Héctor. Y después se paró. Y Héctor se cagó, se le aflojaron las piernas y cayó.
La vehemencia del embate del bicho, aparte de inverosímil, logró el desprendimiento definitivo de su ojo malherido. Volaba el ojo, directo al pecho de Létor y la sangre caía como de una canilla, de lo más profundo de la cavidad. Se confundían fragmentos de cristalino con partículas de globo astilladas, se veía el abismo en el ojo que ya no había.
Héctor paró el ojo con el pecho, y sus manos apoyadas en el suelo. Pensó ensayar una acrobacia e impactar el ojo con una elegante volea, pero carecía de fuerzas. Ni una fuerza tenía. Prefirió disfrutar la caída del animal a sus pies, ver ese agujero perfecto con goteras y desprenderle un par de pinchos que legitimasen su triunfo.
Mi socio dejó el lugar. Abierto. Con la llave puesta. Salió sin rumbo quitándose cachos de piel, aturdido todavía, con la mirada de la bestia peluda cayendo para siempre a los tumbos en su mente. A medida que caminaba, esa mirada se sustituía por la de la ferretera.
Cruzó con la roja tres veces, convencido de su inmortalidad. Llevaba los cordones desatados y una sonrisa en la cara. La lluvia había amainado.
Caminaba Elétor por el pasto, por una vereda angosta cuando tropezó con una escuadra. Trastabilló, cayó y se la clavó en el estómago. Se levantó y siguió. Era una escuadrita.
A las dos cuadras caminaba por la misma vereda, ya no de gramilla sino de cemento. Una escuadra de rugby en rabiosa pretemporada venía directo hacia él. Diecisiete. Chocó con un full back. Lo tumbó, el full back.
El golpe contra las baldosas le partió el hombro izquierdo en tres pedazos.
Héctor murió de un resfrío que lo aquejaba, no hay dudas de eso ahora que veo esto, desparramado en frías baldosas bajo la llovizna.
Ayer pasó el cobrador del servicio fúnebre por el taller. Héctor no estaba. Yo sí. No te hagas problema, paso la semana que viene, me dijo el cobrador.
Yo tenía unos billetes, así que pagué la cuota. En eso sí debía meterme. Después me fui.
Pensé que hoy iba a venir más gente. Héctor era un tipo popular.
De ninguna manera merecía la incuria de Luisa. Cómo ese naso pudo mantener el mismo color durante todo este relato, tres quince.
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Llegaba como siempre en verano. Mal dormido, con temas rifados, sin expectativa de éxito, con el sudor cayéndome por la frente, por la espalda, por el pecho. Sobre todo por la frente. Nada auspicioso para mí. Nunca algo lo fue, pero esta oportunidad no era como cualquier otra.
La liga empieza dentro de un mes. A esa altura, era inútil lamentarse por el pobre desempeño realizado durante todo el año pasado, o apesadumbrarse por las trece oportunidades desperdiciadas. Si no salvaba este examen podía irme despidiendo, que no pisaría más una cancha de fútbol. Al menos con botines. Con tapones. De aluminio.
Me quedé repasando hasta tarde. Tomé unos cafés y almorcé. No había podido dormir la noche anterior (Última Oportunidad). Cuando liquidé la última bolilla, pensé conveniente para mi rendimiento que durmiese una siesta. Cortita.
No pude dormir. Estaba tensionado y contracturado. Nervioso y ansioso. Me bajé una mano y pude. La cátedra trata temas potables.
Ni complejos ni estupideces; algo no muy exigente. El examen se aprueba a probando el 80 % de los puntos. Formato: tema, sub tema y tres ternas de preguntas. Eso me parece bastante exigente.
Si caés en redundancia, si cometés una maldita y única redundancia, no te pasa nada. Está todo bien con las redun. Llegué en hora a la facultad, como siempre.
Me bajé último del bondi, como siempre.
Como nunca, me tocó uno de los salones más grandes de la facultad. Eso estaba bien.
Un flaco llamó a mi nombre empezando por mi apellido. Le entregué la cédula y entré.
Dentro, estaba el entregahojas.
Las tareas de un entregahojas son: entregar hojas, de la especie hoja de examen y de la especie letra de examen, indicar dónde sentarse, indicar dónde no sentarse, auxiliar y mirar. No sé quién le puso entregahojas.
Yo lo hubiese apodado mirón, o botón, o alcahuete o entregahojas.
Miré en general. El salón era inmenso, con el techo allá, bien arriba. Rápido, conté siete filas de asientos.
Se me indicó la cuarta fila empezando por la de las ventanas. Ahí me dijo el entregahojas, levantando las cejas. Cuarta fila, seis bancos detrás del primero.
Al igual que la dimensión del salón, aquella ubicación también estaba bien. Caminé entonces.
Fila 4, empezando por la de las ventanas, que era la misma si se contaba a partir de la fila que daba a la puerta del salón. No puede decirse que me tocó la fila del medio.
Caminaba despacio. Iba contemplando las caras de quienes rendirían junto a mí, mirando a izquierda y a derecha.
Suelo mirar a la gente a la cara, en la calle, en los exámenes. Me senté.
A mi derecha, una mujer bastante veterana parada, miraba impávida para afuera. No la había visto antes. Llevaba unos lentes baqueteados que se sostenían con una cadena plateada. Su pelo era enmarañado y voluminoso, morocho. En un momento se sentó, cruzó las piernas y a partir de allí, nunca más cambiaría de posición.
Del otro lado, un tipo que yo conocía. Habíamos cursado juntos la materia los lunes y miércoles, en horario vespertino. Los dos faltábamos poco.
Adelante, pelo tapándome la visión. Más tarde me enteraría que era un hombre de pelo largo.
Atrás, una bestia morochísima de ojos fulminantes que se partía como hachazo de escarbadientes. Llevaba chancletas y un lunar. Yo giraba el torso y cuello a la vez para verla. Por suerte esos ojos nunca me interceptaron. Eran fulminantes.
Lo tenía bien junado al tipo que estaba a mi izquierda. No me caía bien. Nunca crucé palabra con él. No me caía bien.
Alto, rubio, el pelo que no tenía eclipsaba y el corte de pelo que tenía se confundía con la barba que no tenía. La tez le brillaba de tan afeitada.
Cuando aparecieron los primeros calores noté que trabajaba su cuerpo. Eran impresionantes la espalda, su arsenal de musculosas, los tríceps, el andar erguido en un ángulo que hubiese apostado, lo habría calculado con escuadra.
A veces intervenía en clase con preguntas no muy brillantes. Quería figurar. Tal vez por eso no me caía en gracia.
El entregahojas llegó a mi fila. Le entregó el fajo al primero para que apartara su hoja y pasara hacia atrás. Observé hacia mi izquierda queriendo captar las reacciones de los que ya habían recibido la letra de examen. Considero esa información valiosa.
Un flaco de bermudas se paró y se fue; otro se rió; una pelirroja miró al techo como queriendo recordar; una muchacha agradable se sacó los mocos y los hizo pelotita.
El peludo de adelante dejó deslizar las hojas por su pelo lacio. Logré agarrarlas justo antes que cayeran al suelo. Separé la mía y pasé para atrás. Pedí para ir al baño. El entregahojas me lo prohibió.
Empecé a leer la letra, por el final, como nunca lo había hecho. Este era otro examen.
La última terna era una chotada. Creí que por eso, de los 100 puntos totales valía 5. Los catedráticos no sobresalen por su originalidad: la norma es -históricamente lo fue, cualquiera sea la materia- asignar el puntaje de los ejercicios en forma decreciente. En efecto, el tema era el de más.
No perdí tiempo. Di vuelta la hoja y lo leí. Un enunciado compuesto por dos oraciones. Un renglón.
Pensé en cuatro amigos para formar un cuadro de fútbol 5. No tenía chance. Martes o jueves; nada de domingos. Por la noche; ni pensar en la mañana. Césped sintético, una red en el cielo, con lo que me gusta la naturaleza. Estaba liquidado.
(40 pts) impreso al final del renglón. No me había rifado ese tema, tampoco devorádolo. Estaba a mitad de camino. Y estaba crudísimo.
Me desentendí. Mi capacidad no califica para defender un a mitad de camino. Olvidé la existencia del sub tema y de las otras dos ternas.
De caliente y triste, me puse a responder la última terna, completa. Antes, relojeé a la bestia de atrás.
Aunque era casi la siete de la tarde y bien podría haberme levantado e irme a hacer algo más productivo, decidí quedarme. No soy de los que aceptan la realidad y huyen. No soy de los que se paran ni bien reconocen el conjunto vacío que es la probabilidad de salvar el examen, entregan y se van, como hizo el desubicado de bermudas. Esta gente ignora que el destino es un segundo, y en un segundo mucho puede cambiar.
Como bobeando empecé a escribir (40 pts). Que ya tuviera 5 puntos asegurados me daba ánimo, pero como me lo daba me lo quitaba.
Por la huida de la presión logré algunas frases brillantes. Pero la mayoría eran mediocres, dignas de un escolar. Me dispersaba fácilmente.
A esa altura, ya se había consumido una hora y la veterana llevaba dos solicitudes de hojas. Aquellas piernas que no se movían y yo incrédulo. No entendía por qué no se acalambraba, o si así era, cómo hacía la veterana para disimular el hormigueo.
El pelado a mi siniestra la llevaba bien. Su ritmo de producción era estable y se mostraba muy concentrado, algo que no era tan así. La fuerza desmedida que usaba para escribir, casi agujereando la hoja, indicaba que pensaba en algo más.
Dos veces había mirado mi hoja casi vacía y en ambas había sonrojádose. A mí no me importaba que se riera de mí. Yo sólo pensaba en los domingos matinales, la gente yendo a la cancha con el vino bajo el brazo, los bocinazos, la vigilia del sábado, el papel higiénico. Un cóctel que ya no podría disfrutar. Este último año habíamos ascendido. Recordaba esto y me sentía peor.
Le pedí unas hojas al entregamismas para disimular.
Se me ocurrió hacer una canción, o un relato sobre el entregahojas, o redactar una carta que chorrease palabras de admiración respecto a la capacidad de la veterana para mover únicamente su mano derecha en una instancia como aquella. Haría las tres cosas. Ya no me importaba el examen. Pero decliné.
Volví a mi obligación, como siempre volvía a la mesa a terminar la comida que no me gustaba. Mientras corregía lo que había escrito iba recordando aquello en lo que el profesor había hecho hincapié, y lo escribía. A eso le sumaba lo que había estudiado y lo escribía. Así fui respondiendo, despacito, buscando palabras refinadas que llenaran el ojo, no tenía apuro. No me asía de ilusiones. Una hora y fuera.
Completa mi primera carilla, di vuelta la hoja para proseguir. Fue ahí cuando escuché el suspiro de la veterana. Inmediatamente interrumpí lo que estaba haciendo. Giré todo mi cuerpo y me puse a ver, sin cuidar formas.
La mujer hizo un breve repaso por las ocho hojas que había escrito. Tapó la lapicera y descruzó las piernas. Abrí bien los ojos. Me los refregué.
Se sacó los lentes, los guardó junto a sus otras cosas y se paró. Me froté las manos, como sacándome un frío inexistente, humedecí mis labios y tragué saliva. Saboreaba algo. Tenía platea vip. Acomodé bien el culo y esperé. Esa señora nunca se percató de mi invasión.
La veterana dio un paso; quiso darlo. Estuve a punto de aplaudir. La pantorrilla de la morocha cedió, trastabilló y toda su humanidad aterrizó contra la muchacha que estaba sentada delante de ella. Voló la cartera de la mujer. Volaron las hojas de la mujer. Los lentes de la chica. En la caída, luego de impactar contra la muchacha, su parietal derecho golpeó contra el borde de la silla. Se oyó un ruido seco.
El entregahojas se percató y corrió a su auxilio revoloteando las hojas. Le ayudó a levantarse y le ofreció una hoja para que se limpiara el hilo de sangre que corría por su mejilla. Ella no la quiso. No le agradeció. La mujer juntó las hojas y fue rápido hasta el escritorio. El entregahojas corrió detrás. Ella recogió su cédula y se fue, justo cuando el entregahojas se aprestaba a decirle algo.
Yo no podía más. Me descostillé de la risa hasta el malestar. Fueron diez minutos, desde que se paró hasta cuando casi parte la puerta del salón. Me dolía la zona abdominal, las mandíbulas, la zona pélvica. Se me partía la cabeza de la risa. Los ojos me ardían, quise salir a mear, tenía la garganta raspada.
Siempre me pasa esto cuando me río para adentro, pero nunca había alcanzado tal grado de sufrimiento. Pensé que podría ser mi sospecha, sino la convicción de que algo semejante le sucedería a esa mujer. Un vaticinio inconsciente que se había cumplido; una victoria.
Merecía festejarlo como lo hice. En aquel salón, nada más podría festejar. Quedé exhausto. Me dormí. Soñé en un examen.
Fue un sueño plácido. Tuve recuerdos pobres al despertar, pero de todas formas retuve un personaje claramente: una mujer mayor, muy parecida a la que se había hecho bolsa era la protagonista del sueño feliz. Yo reía todo el tiempo.
Desperté riendo, ya no para adentro.
El entregahojas me miraba como quien mira a un subnormal. Yo veía esa mirada y pensaba, no me gustaría ser entregahojas.
La imagen de aquella mujer despatarrándose no me daba tregua. Me resultaba imposible pensar que estaba dando un examen, qué examen. Y me reía, estúpido. La melena espesa yendo contra el piso, el desparramo oprobioso... recordaba y tosía de la risa. Eso me dio fuerzas. Volví a lo mío, cuarenta puntos.
Por entonces fue que me picaba la pierna derecha.
Incliné el torso para rascarme con mayor intensidad. Bajo mi asiento había una hoja. Una hoja, fue lo primero que pensé. Una hoja, lo segundo. Forcé mi espalda para ver mejor y rascarme más fuerte que antes.
Era una hoja escrita en su plenitud, una carilla tapada de tinta azul. Mía no era. Miré a los dos costados. El destino. Me sorprendió no haberme sorprendido por la llegada del destino.
Agarré la hoja, la así. Casi la arrugué. Me incorporé y la escondí entre sus nuevas compañeras. Y esperé.
Miré en derredor. A mi izquierda todo seguía igual: abstracción. Orejeé la hoja. Mi nueva hoja. Tenía unas cinco arriba de ella. No aguanté y la desnudé, groseramente. No había espacio que no estuviera escrito. En vez de ponerme a leer la di vuelta. Lo que pensaba.
De izquierda a derecha:
el número 3 encerrado en un círculo; Amandla Sarga; el número 2; un punto; el número 8; el número 2; el número 0; un punto; el número 0; el número 0; el número 6, un guión y el número 3.
En lo que sería un segundo renglón, esto:
partir de lo anterior. Optar por uno probo sería lo ideal. ¿Para quién? Para mí no lo es. Yo espero sin impor-
No podía ser más claro. Tercera hoja; la veterana se llamaba Amandla Sarga y su cédula sólo tiene números pares. Era clarísimo.
Las palabras de Amandla se referían al tema. No al sub tema. Lo supe porque coincidía con lo poco que yo había estudiado. Más claro, echale algo que aclare, pero no agua.
Se consumieron veinte minutos en los que leí la hoja de Amandla, la carcajada dos veces, lo poco que yo había escrito cuatro veces; comparé y copié, comparé y copié.
Fui cuidadoso. Cambié el orden de algunas oraciones, palabras. La prosa de Amandla se dejaba. Ideas inteligibles, predominante el pretérito, con algunas faltas que yo purgaría. Igualmente, no me ilusioné demasiado. Mi hazaña no se perpetraría con una única hoja. Hubiera sido más agraciado encontrarme tres hojas. Pegaditas, como si fuesen una. No me hubiera servido de mucho la hoja 7, o la 8. Quince minutos y fuera. No habría prórroga. A mí me daba igual.
Desde hacía un tiempo importante, el pelado escribía frenéticamente, como si recién empezase. Viendo aquel bracito me permití dudar de mi afirmación. Quedé mirándolo. De reojo primero. De frente después. No se inmutó. Aproveché y hurgué en su hoja. Llegaba a leerla perfectamente. Yo escribía en un banco para zurdos y él, a mi izquierda, en uno común. Tenía una letra hermosa.
Volví la mirada sobre mi hoja. No pensaba en el examen, ni cerca se me pasó la idea de copiarle. Simplemente no acreditaba al desquiciado que tenía al lado. Transpiraba. En aquel salón, la humedad y el calor eran insoportables, pero no era para tanto.
Fulgurante, la vena del cuello parecía que se le saldría en cualquier momento. Escribía algo y revisaba las hojas. Se les traspapelaban las hojas. Y todo con un aspecto de hombre manso, de hombre contradictorio. Por eso tampoco me caía bien.
Se me ocurrió que esa podría ser su última oportunidad también, que su estado podía deberse a eso. Tal vez su liga empieza dentro de un mes, o mañana mismo. No todos los organismos reaccionamos igual. Ese tipo, de a poco comenzó a agradarme.
No vio que yo le miraba. Ni cuando del giro brusco me sonaron los huesos del cuello, ni cuando quedé frente a su cara. Diez minutos y afuera.
Tenía que copiar, otra vez. Debía hacerlo. Tenía el destino en mi lapicera, y ésta en mi mano. Tenía mi destino en la mano. Cómo podría esquivar algo que ya me era esquivo. Era mi obligación ultrajar la letra y la bonhomía de ese hombre. Pensaba ya no en domingos otoñales sino en madrugadas soleadas, desprovistas de nube alguna. Pero me cagué. No copié un sorete.
La sentencia que me prometió ese animal me envolvió en un temor proverbial. De ninguna manera volvería a posar mis ojos en hojas ajenas.
Con la furia que me lo dijo. Las palabras que usó me asustaron ya en la segunda letra pronunciada. Me miró, sin remangarse, me copiás y te pego.
La liga empieza dentro de un mes. A esa altura, era inútil lamentarse por el pobre desempeño realizado durante todo el año pasado, o apesadumbrarse por las trece oportunidades desperdiciadas. Si no salvaba este examen podía irme despidiendo, que no pisaría más una cancha de fútbol. Al menos con botines. Con tapones. De aluminio.
Me quedé repasando hasta tarde. Tomé unos cafés y almorcé. No había podido dormir la noche anterior (Última Oportunidad). Cuando liquidé la última bolilla, pensé conveniente para mi rendimiento que durmiese una siesta. Cortita.
No pude dormir. Estaba tensionado y contracturado. Nervioso y ansioso. Me bajé una mano y pude. La cátedra trata temas potables.
Ni complejos ni estupideces; algo no muy exigente. El examen se aprueba a probando el 80 % de los puntos. Formato: tema, sub tema y tres ternas de preguntas. Eso me parece bastante exigente.
Si caés en redundancia, si cometés una maldita y única redundancia, no te pasa nada. Está todo bien con las redun. Llegué en hora a la facultad, como siempre.
Me bajé último del bondi, como siempre.
Como nunca, me tocó uno de los salones más grandes de la facultad. Eso estaba bien.
Un flaco llamó a mi nombre empezando por mi apellido. Le entregué la cédula y entré.
Dentro, estaba el entregahojas.
Las tareas de un entregahojas son: entregar hojas, de la especie hoja de examen y de la especie letra de examen, indicar dónde sentarse, indicar dónde no sentarse, auxiliar y mirar. No sé quién le puso entregahojas.
Yo lo hubiese apodado mirón, o botón, o alcahuete o entregahojas.
Miré en general. El salón era inmenso, con el techo allá, bien arriba. Rápido, conté siete filas de asientos.
Se me indicó la cuarta fila empezando por la de las ventanas. Ahí me dijo el entregahojas, levantando las cejas. Cuarta fila, seis bancos detrás del primero.
Al igual que la dimensión del salón, aquella ubicación también estaba bien. Caminé entonces.
Fila 4, empezando por la de las ventanas, que era la misma si se contaba a partir de la fila que daba a la puerta del salón. No puede decirse que me tocó la fila del medio.
Caminaba despacio. Iba contemplando las caras de quienes rendirían junto a mí, mirando a izquierda y a derecha.
Suelo mirar a la gente a la cara, en la calle, en los exámenes. Me senté.
A mi derecha, una mujer bastante veterana parada, miraba impávida para afuera. No la había visto antes. Llevaba unos lentes baqueteados que se sostenían con una cadena plateada. Su pelo era enmarañado y voluminoso, morocho. En un momento se sentó, cruzó las piernas y a partir de allí, nunca más cambiaría de posición.
Del otro lado, un tipo que yo conocía. Habíamos cursado juntos la materia los lunes y miércoles, en horario vespertino. Los dos faltábamos poco.
Adelante, pelo tapándome la visión. Más tarde me enteraría que era un hombre de pelo largo.
Atrás, una bestia morochísima de ojos fulminantes que se partía como hachazo de escarbadientes. Llevaba chancletas y un lunar. Yo giraba el torso y cuello a la vez para verla. Por suerte esos ojos nunca me interceptaron. Eran fulminantes.
Lo tenía bien junado al tipo que estaba a mi izquierda. No me caía bien. Nunca crucé palabra con él. No me caía bien.
Alto, rubio, el pelo que no tenía eclipsaba y el corte de pelo que tenía se confundía con la barba que no tenía. La tez le brillaba de tan afeitada.
Cuando aparecieron los primeros calores noté que trabajaba su cuerpo. Eran impresionantes la espalda, su arsenal de musculosas, los tríceps, el andar erguido en un ángulo que hubiese apostado, lo habría calculado con escuadra.
A veces intervenía en clase con preguntas no muy brillantes. Quería figurar. Tal vez por eso no me caía en gracia.
El entregahojas llegó a mi fila. Le entregó el fajo al primero para que apartara su hoja y pasara hacia atrás. Observé hacia mi izquierda queriendo captar las reacciones de los que ya habían recibido la letra de examen. Considero esa información valiosa.
Un flaco de bermudas se paró y se fue; otro se rió; una pelirroja miró al techo como queriendo recordar; una muchacha agradable se sacó los mocos y los hizo pelotita.
El peludo de adelante dejó deslizar las hojas por su pelo lacio. Logré agarrarlas justo antes que cayeran al suelo. Separé la mía y pasé para atrás. Pedí para ir al baño. El entregahojas me lo prohibió.
Empecé a leer la letra, por el final, como nunca lo había hecho. Este era otro examen.
La última terna era una chotada. Creí que por eso, de los 100 puntos totales valía 5. Los catedráticos no sobresalen por su originalidad: la norma es -históricamente lo fue, cualquiera sea la materia- asignar el puntaje de los ejercicios en forma decreciente. En efecto, el tema era el de más.
No perdí tiempo. Di vuelta la hoja y lo leí. Un enunciado compuesto por dos oraciones. Un renglón.
Pensé en cuatro amigos para formar un cuadro de fútbol 5. No tenía chance. Martes o jueves; nada de domingos. Por la noche; ni pensar en la mañana. Césped sintético, una red en el cielo, con lo que me gusta la naturaleza. Estaba liquidado.
(40 pts) impreso al final del renglón. No me había rifado ese tema, tampoco devorádolo. Estaba a mitad de camino. Y estaba crudísimo.
Me desentendí. Mi capacidad no califica para defender un a mitad de camino. Olvidé la existencia del sub tema y de las otras dos ternas.
De caliente y triste, me puse a responder la última terna, completa. Antes, relojeé a la bestia de atrás.
Aunque era casi la siete de la tarde y bien podría haberme levantado e irme a hacer algo más productivo, decidí quedarme. No soy de los que aceptan la realidad y huyen. No soy de los que se paran ni bien reconocen el conjunto vacío que es la probabilidad de salvar el examen, entregan y se van, como hizo el desubicado de bermudas. Esta gente ignora que el destino es un segundo, y en un segundo mucho puede cambiar.
Como bobeando empecé a escribir (40 pts). Que ya tuviera 5 puntos asegurados me daba ánimo, pero como me lo daba me lo quitaba.
Por la huida de la presión logré algunas frases brillantes. Pero la mayoría eran mediocres, dignas de un escolar. Me dispersaba fácilmente.
A esa altura, ya se había consumido una hora y la veterana llevaba dos solicitudes de hojas. Aquellas piernas que no se movían y yo incrédulo. No entendía por qué no se acalambraba, o si así era, cómo hacía la veterana para disimular el hormigueo.
El pelado a mi siniestra la llevaba bien. Su ritmo de producción era estable y se mostraba muy concentrado, algo que no era tan así. La fuerza desmedida que usaba para escribir, casi agujereando la hoja, indicaba que pensaba en algo más.
Dos veces había mirado mi hoja casi vacía y en ambas había sonrojádose. A mí no me importaba que se riera de mí. Yo sólo pensaba en los domingos matinales, la gente yendo a la cancha con el vino bajo el brazo, los bocinazos, la vigilia del sábado, el papel higiénico. Un cóctel que ya no podría disfrutar. Este último año habíamos ascendido. Recordaba esto y me sentía peor.
Le pedí unas hojas al entregamismas para disimular.
Se me ocurrió hacer una canción, o un relato sobre el entregahojas, o redactar una carta que chorrease palabras de admiración respecto a la capacidad de la veterana para mover únicamente su mano derecha en una instancia como aquella. Haría las tres cosas. Ya no me importaba el examen. Pero decliné.
Volví a mi obligación, como siempre volvía a la mesa a terminar la comida que no me gustaba. Mientras corregía lo que había escrito iba recordando aquello en lo que el profesor había hecho hincapié, y lo escribía. A eso le sumaba lo que había estudiado y lo escribía. Así fui respondiendo, despacito, buscando palabras refinadas que llenaran el ojo, no tenía apuro. No me asía de ilusiones. Una hora y fuera.
Completa mi primera carilla, di vuelta la hoja para proseguir. Fue ahí cuando escuché el suspiro de la veterana. Inmediatamente interrumpí lo que estaba haciendo. Giré todo mi cuerpo y me puse a ver, sin cuidar formas.
La mujer hizo un breve repaso por las ocho hojas que había escrito. Tapó la lapicera y descruzó las piernas. Abrí bien los ojos. Me los refregué.
Se sacó los lentes, los guardó junto a sus otras cosas y se paró. Me froté las manos, como sacándome un frío inexistente, humedecí mis labios y tragué saliva. Saboreaba algo. Tenía platea vip. Acomodé bien el culo y esperé. Esa señora nunca se percató de mi invasión.
La veterana dio un paso; quiso darlo. Estuve a punto de aplaudir. La pantorrilla de la morocha cedió, trastabilló y toda su humanidad aterrizó contra la muchacha que estaba sentada delante de ella. Voló la cartera de la mujer. Volaron las hojas de la mujer. Los lentes de la chica. En la caída, luego de impactar contra la muchacha, su parietal derecho golpeó contra el borde de la silla. Se oyó un ruido seco.
El entregahojas se percató y corrió a su auxilio revoloteando las hojas. Le ayudó a levantarse y le ofreció una hoja para que se limpiara el hilo de sangre que corría por su mejilla. Ella no la quiso. No le agradeció. La mujer juntó las hojas y fue rápido hasta el escritorio. El entregahojas corrió detrás. Ella recogió su cédula y se fue, justo cuando el entregahojas se aprestaba a decirle algo.
Yo no podía más. Me descostillé de la risa hasta el malestar. Fueron diez minutos, desde que se paró hasta cuando casi parte la puerta del salón. Me dolía la zona abdominal, las mandíbulas, la zona pélvica. Se me partía la cabeza de la risa. Los ojos me ardían, quise salir a mear, tenía la garganta raspada.
Siempre me pasa esto cuando me río para adentro, pero nunca había alcanzado tal grado de sufrimiento. Pensé que podría ser mi sospecha, sino la convicción de que algo semejante le sucedería a esa mujer. Un vaticinio inconsciente que se había cumplido; una victoria.
Merecía festejarlo como lo hice. En aquel salón, nada más podría festejar. Quedé exhausto. Me dormí. Soñé en un examen.
Fue un sueño plácido. Tuve recuerdos pobres al despertar, pero de todas formas retuve un personaje claramente: una mujer mayor, muy parecida a la que se había hecho bolsa era la protagonista del sueño feliz. Yo reía todo el tiempo.
Desperté riendo, ya no para adentro.
El entregahojas me miraba como quien mira a un subnormal. Yo veía esa mirada y pensaba, no me gustaría ser entregahojas.
La imagen de aquella mujer despatarrándose no me daba tregua. Me resultaba imposible pensar que estaba dando un examen, qué examen. Y me reía, estúpido. La melena espesa yendo contra el piso, el desparramo oprobioso... recordaba y tosía de la risa. Eso me dio fuerzas. Volví a lo mío, cuarenta puntos.
Por entonces fue que me picaba la pierna derecha.
Incliné el torso para rascarme con mayor intensidad. Bajo mi asiento había una hoja. Una hoja, fue lo primero que pensé. Una hoja, lo segundo. Forcé mi espalda para ver mejor y rascarme más fuerte que antes.
Era una hoja escrita en su plenitud, una carilla tapada de tinta azul. Mía no era. Miré a los dos costados. El destino. Me sorprendió no haberme sorprendido por la llegada del destino.
Agarré la hoja, la así. Casi la arrugué. Me incorporé y la escondí entre sus nuevas compañeras. Y esperé.
Miré en derredor. A mi izquierda todo seguía igual: abstracción. Orejeé la hoja. Mi nueva hoja. Tenía unas cinco arriba de ella. No aguanté y la desnudé, groseramente. No había espacio que no estuviera escrito. En vez de ponerme a leer la di vuelta. Lo que pensaba.
De izquierda a derecha:
el número 3 encerrado en un círculo; Amandla Sarga; el número 2; un punto; el número 8; el número 2; el número 0; un punto; el número 0; el número 0; el número 6, un guión y el número 3.
En lo que sería un segundo renglón, esto:
partir de lo anterior. Optar por uno probo sería lo ideal. ¿Para quién? Para mí no lo es. Yo espero sin impor-
No podía ser más claro. Tercera hoja; la veterana se llamaba Amandla Sarga y su cédula sólo tiene números pares. Era clarísimo.
Las palabras de Amandla se referían al tema. No al sub tema. Lo supe porque coincidía con lo poco que yo había estudiado. Más claro, echale algo que aclare, pero no agua.
Se consumieron veinte minutos en los que leí la hoja de Amandla, la carcajada dos veces, lo poco que yo había escrito cuatro veces; comparé y copié, comparé y copié.
Fui cuidadoso. Cambié el orden de algunas oraciones, palabras. La prosa de Amandla se dejaba. Ideas inteligibles, predominante el pretérito, con algunas faltas que yo purgaría. Igualmente, no me ilusioné demasiado. Mi hazaña no se perpetraría con una única hoja. Hubiera sido más agraciado encontrarme tres hojas. Pegaditas, como si fuesen una. No me hubiera servido de mucho la hoja 7, o la 8. Quince minutos y fuera. No habría prórroga. A mí me daba igual.
Desde hacía un tiempo importante, el pelado escribía frenéticamente, como si recién empezase. Viendo aquel bracito me permití dudar de mi afirmación. Quedé mirándolo. De reojo primero. De frente después. No se inmutó. Aproveché y hurgué en su hoja. Llegaba a leerla perfectamente. Yo escribía en un banco para zurdos y él, a mi izquierda, en uno común. Tenía una letra hermosa.
Volví la mirada sobre mi hoja. No pensaba en el examen, ni cerca se me pasó la idea de copiarle. Simplemente no acreditaba al desquiciado que tenía al lado. Transpiraba. En aquel salón, la humedad y el calor eran insoportables, pero no era para tanto.
Fulgurante, la vena del cuello parecía que se le saldría en cualquier momento. Escribía algo y revisaba las hojas. Se les traspapelaban las hojas. Y todo con un aspecto de hombre manso, de hombre contradictorio. Por eso tampoco me caía bien.
Se me ocurrió que esa podría ser su última oportunidad también, que su estado podía deberse a eso. Tal vez su liga empieza dentro de un mes, o mañana mismo. No todos los organismos reaccionamos igual. Ese tipo, de a poco comenzó a agradarme.
No vio que yo le miraba. Ni cuando del giro brusco me sonaron los huesos del cuello, ni cuando quedé frente a su cara. Diez minutos y afuera.
Tenía que copiar, otra vez. Debía hacerlo. Tenía el destino en mi lapicera, y ésta en mi mano. Tenía mi destino en la mano. Cómo podría esquivar algo que ya me era esquivo. Era mi obligación ultrajar la letra y la bonhomía de ese hombre. Pensaba ya no en domingos otoñales sino en madrugadas soleadas, desprovistas de nube alguna. Pero me cagué. No copié un sorete.
La sentencia que me prometió ese animal me envolvió en un temor proverbial. De ninguna manera volvería a posar mis ojos en hojas ajenas.
Con la furia que me lo dijo. Las palabras que usó me asustaron ya en la segunda letra pronunciada. Me miró, sin remangarse, me copiás y te pego.
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